¿Pueden los judios ser calificados como “reprobados por Dios”?
(El Obispo de Segni, Italia, Monseñor LUIGI MARÍA CARLI, se distinguió durante el Concilio Vaticano II por ser uno de los Padres más combativos del Coetus Internationales Patrum.
Por Mons. Luigi Maria Carli - Cuadernos Fides nº 21. (2)
Se trataba de un grupo de tendencia tradicional del que formaban parte, Mons. Proença Sigaud, Mons. Castro Mayer y Mons. M. Lefebvre).
En este trabajo expone la doctrina tradicional de la Iglesia sobre la responsabilidad de los judíos en la muerte de Nuestro Señor Jesucristo. Los errores que por Mons. CARLI detenta en los esquemas y borradores conciliares terminaron haciéndose oficiales en la Declaración conciliar Nostra Aetate sobre las religiones no cristianas, y hoy son ligar común. Forman parte de un “meaculpismo” tan injusto con la historia de la Iglesia (que jamás ha sido RACISTA ni ANTISEMITA, considerando el judaísmo como un problema exclusivamente religioso) como ajeno de toda fundamentación doctrinal.*
Por el contrario, de manera más convincente, J. SCHIMID comenta: “El sentido real de este versículo no puede ser que el pueblo judío, en general, vaya a subsistir como viña de Dios (es decir, dejando aparte toda metáfora, como su pueblo elegido), pero recibiendo otros jefes en sustitución de sus jefes actuales, qu son contrarios a la voluntad de Dios. Tal interpretación contradiría no solamente la realidad histórica, sino también todo el mensaje de Jesús y la fe del cristianismo primitivo. También el versículo 43 se opone ello. Dado que se habla en él de otro pueblo, al cual le será dado el “reino de Dios” y que dará sus frutos, Él no se dirige solamente a los jefes del judaísmo, en antítesis con el pueblo, sino a todo el pueblo judío (“os digo”). El versículo expresa, pues, en términos precisos y eficaces, la idea central de toda la parábola. Ésta contiene una especie de teología de la historia, que contempla la falta de Israel en toda su extensión a través del tiempo. Pero la generación presente, aquella a la cual habla Jesús, colma la medida de la falta, ya que ella entrega a la muerte al “hijo bien amado”. De este modo se ha agotado la paciencia de Dios. Resulta de ello la condenación de Israel. Será reemplazado por un nuevo Israel espiritual, que Dios suscitará entre los paganos y al cual dará también nuevos “fittavoli”, “nuevos jefes”. (O. cit., pág. 395. Téngase también presente esta profecía amenazante para los judíos: “Así yo os declaro que muchedumbres vendrán de Oriente y de Occidente, y se sentarán a la mesa en el reino de los cielos con Abraham, Isaac, y Jacob, en tanto que los hijos del Reino serán arrojados a las tinieblas exteriores” (Mt. 8, 11).
SIMÓN-DORADO tiene la misma opinión: “Así pues, la nación judía un castigo, y en primer lugar, como ella se ha comportado indignamente, será privada de la dignidad teocrática; y los paganos ocuparán su lugar. (Praelectiones biblicae asum scholarum Novum Testamentum, vol. I, Taurini, 6ª ed. 1944, pág. 814).
2º) San Pedro, hablando el día de Pentecostés a varios millares de judíos, no solamente de Jerusalén sino “de todas las naciones que están bajo el cielo (Hech. 2, 6) – por tanto una especie de representación de todo el judaísmo, tanto de Palestina como de la Diáspora -, no vacila en proclamar: “Israelitas, escuchad estas palabras: vosotros habéis hecho morir por la mano de los impíos…a Jesús de Nazareth. Que toda la raza de Israel sepa pues con certeza que Dios ha constituido como Señor y Cristo a este Jesús al que vosotros habéis crucificado” (Hech. 2, 22-36). En otros términos, el Príncipe de los Apósteles atribuye a todos los oyentes – entre los cuales quizá ninguno figuraba entre los materiales homicidas de Jesús – y por tanto, a todo Israel, la RESPONSABILIDAD DEL DEICIDIO.
SAN PEDRO usa el mismo lenguaje cuando se dirige al pueblo que acudió en gran número después de la curación milagrosa del cojo: “El Dios de nuestros padres ha glorificado a su servidor Jesús, que vosotros habéis entregado y negado…Vosotros habéis renegado del santo y del justo, y vosotros habéis pedido que se os diese más bien al homicida, y habéis hecho morir al autor de la Vida” (Hech. 3, 15). ¿Cuántos entre los oyentes de San Pedro habían efectivamente traicionado, negado, dado muerte a Jesús y reclamado a Barrabas? Esto importa poco para el principio de la responsabilidad colectiva; y, sin embargo, si existieran circunstancias en las que hubiera sido justo y útil distinguir entre un puñado de responsables y una masa de inocentes…¡en verdad ésta hubiera sido una!
3º) Los apósteles reprochan al Sanedrín entero y al pueblo de Jerusalén la responsabilidad de la muerte de Jesús: “El Dios de nuestros padres ha resucitado a Jesús, al que vosotros habéis dado muerte colgándole del madero” (Hech. 5, 30). ¡Y, sin embargo, bien saben que todos los miembros del Sanedrín no habían manifestado su adhesión!
4º) San Esteban, dirigiéndose al Sanedrín y al pueblo de Jerusalén (en medio del cual quizá no estaba ninguno de los que habían dado muerte a Jesús), establece una comparación entre los judíos contemporáneos y sus padres, y afirma indistintamente: “Ellos exterminaron a los que precedían la venida del Justo, a quien vosotros habéis entregado ahora y de quien sois los asesinos” (Hech. 7, 52).
5º) Para San Pablo, “los judíos”, en general, considerados colectivamente y sin tener en cuenta loables excepciones, son aquellos “que han do muerte al Señor Jesús y a los Profetas, que no agradan a Dios, que son adversarios de todos los hombre impidiéndonos hablar a los paganos para que se salven; de este modo acrecientan ellos sin interrupción hasta el más alto grado la medida de sus pecados; pero la cólera de Dios ha terminado por alcanzarles” (I Tes. 2, 15-16). Y, sin embargo, el Apóstol se expresa así, hacia el año 50, a propósito de los judíos que persiguen a sus compatriotas convertidos, miembros de la diversas Iglesias de la Judea de las cuales muy probablemente ninguna (o casi ninguna) había participado en el crimen.
Para concluir, estimo que se puede afirmar legítimamente que todo el pueblo del tiempo de Jesús, entendido en el sentido religioso, es decir, como colectividad qu profesa la religión de MOISÉS, fue solidariamente responsable del crimen de deicidio, a pesar de que solamente los jefes, seguidos por una parte de sus fieles, hayan consumado materialmente el crimen.
Estos jefes, ciertamente, no eran elegidos democráticamente por el sufragio popular, sino que con arreglo a la legislación y la mentalidad entonces en vigor, eran considerados por Dios mismo (cfr. Mt. 23, 2) y por la opinión pública como las autoridades religiosas legítimas, responsables oficiales de todos los actos que ejecutaban en nombre de la religión misma. Pues bien, justamente por estos jefes fue condenado a muerte Jesucristo, Hijo de Dios; y fue condenado legalmente porque se había proclamado Dios (Jn. 10, 33; 19, 7); y, sin embargo, había suministrado pruebas suficientes para ser creído tal (Jn. 15, 24).
La sentencia condenatoria fue dictada por el Consejo (Jn. 11,49 y ss.), es decir, por la mayor autoridad de la religión judía, invocando la ley de MOISÉS (Jn. 19, 7) y motivando en ella la sentencia como una acción defensiva de todo el pueblo (Jn. 11, 50) y la religión misma (Mt. 26, 65). Es el sacerdocio de AARÓN, síntesis y principal expresión de la economía teocrática y hierocrática del Antiguo Testamento, el que condenó al Mesías. Por consiguiente, es legítimo atribuir el deicidio al judaísmo en cuanto comunidad religiosa.
En ese sentido bien delimitado, y teniendo en cuenta la mentalidad bíblica, el judaísmo de los tiempos posteriores a Nuestro Señor participa también objetivamente en la responsabilidad colectivamente del deicidio, en la medida en que este judaísmo constituye la continuación libre y voluntaria del judaísmo de entonces.
En ese sentido bien delimitado, y teniendo en cuenta la mentalidad bíblica, el judaísmo de los tiempos posteriores a Nuestro Señor participa también objetivamente en la responsabilidad colectiva del deicidio, en la medida en que este judaísmo constituye la continuación libre y voluntaria del judaísmo de entonces. Un ejemplo tomado de la Iglesia puede ayudarnos a comprender la realidad. Un Soberano Pontífice y un Concilio ecuménico, aun cuando no sean elegidos por la comunidad católica con sistemas democráticos, cada vez que toman una decisión solemne con la plenitud de autoridad, hacen corresponsables de esta decisión, ahora y en todos los siglos por venir, a todo el Catolicismo, a toda la comunidad de la Iglesia.
(Véase THEODORE H. ROBINSON, “A history of Israel”. 2 vols. Oxford at Claredon Press. Reprinted 1957).
¿PUEDEN LOS JUDIOS SER CALIFICADOS COMO “REPROBADOS POR DIOS”?
La respuesta a la segunda pregunta se ve facilitada por la que ha sido dada a la primera. Aquí también la distinción entre “pueblo” en el sentido étnico-político y “pueblo” en el sentido religioso sigue siendo válida y necesaria, al igual que la consideración del principio bíblico de la responsabilidad colectiva. Hay que añadir a ello además que la “reprobación” de la que nos ocupamos aquí no coincide exactamente con aquella de la cual se ocupa la teología dogmática, y que, junto con la “predestinación”, designa la Providencia de Dios, en cuanto a la realización del fin último, es decir, de la vida eterna, por parte de las almas individuales. En efecto, nuestro problema concierne a una colectividad en cuanto tal, es decir, a una persona moral, cuyo fin se verifica y, por consiguiente, debe encontrar en este tiempo una recompensa para sus méritos o un castigo para sus faltas. Como ya había observado SAN AGUSTÍN, no son pueblos, en cuanto tales, los que entran en la eternidad, sino las almas individuales.
Así pues, hablar de “reprobación” o no de Israel no puede significado otra cosa que afirmar o negar que esta comunidad en cuanto tal ha realizado, o no, el fin terrenal para el cual Dios la había elegido. En todo caso subsiste plenamente la verdad, fundamental para el cristianismo, de que Dios, “que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad de la verdad” (I Tim. 2, 4), concede también a cada uno de los judíos de buena fe la gracia suficiente para obtener la vida eterna, y que, por consiguiente, ninguno de los judíos debe ser considerado, solamente en cuanto judío, como ya destinado a la condenación eterna.
Existen hoy tres opiniones respecto al punto de saber si el “judaísmo” puede ser considerado como “reprobado por Dios”, en el sentido que acaba de ser definido. La primera responde afirmativamente: el Israel antiguo, a causa de su incredulidad, ha sido privado por Dios del papel especial que hubiera debido tener en la Historia de la Salvación, y de todos los privilegios en relación con ese papel reemplazado por el Israel nuevo, la Iglesia.
La segunda opinión es negativa: Israel no ha sido repudiado por Dios; su carácter de “pueblo elegido” se mantiene sin interrupción; junto a la Iglesia – separados de nosotros, pero no extraños, a modo de hermanos “mayores” disidentes -, los judíos tuenen una misión particular que cumplir en la Historia de la Salvación.
La tercera opinión ocupa el medio entre las dos primeras: habiendo perdido la elección y los privilegios originales, sin duda, Israel conserva a pesar de esto, en el plan divino, una situación diferente de la de los otros pueblos no cristianos; situación que se deriva del hecho histórico indestructible de haber sido el “primer amor” del Esposo Divino y de una “cierta misión” (que no se puede precisar más) que ha de cumplir en el mundo, no admitiendo la cual resultaría enigmática toda la historia de los judíos en el curso de los últimos veinte siglos.
Considero como un deber adherirme a la primera opinión, porque me parece la mejor apoyada por la Revelación divina y porque esta reforzada por la exégesis casi unánime de los Padres y de los teólogos.
En un momento dado de su historia, Israel quebrantó el Pacto de Alianza con Dios, y ello no tanto por el hecho de haber transgredido los mandamientos de Dios, es decir, por no haber cumplido las condiciones de Pacto (¡había cometido tantas veces ese pecado, y Dios siempre lo había perdonado!) como por haber rehusado el fin mismo del Pacto, rechazando a Jesús: “pues el Cristo es el fin de la ley” (Rom. 10, 4). Desde ese momento no se trababa ya de las modalidades accidentales del PACTO, sino más bien de su misma sustancia. Automáticamente, la “elección” de Israel, frustrada por completo, quedó sin objeto alguno y los privilegios que iban unidos a ella perdieron su razón suficiente.
Es sintomático comprobar que lo que Jesús y los Apósteles subrayan con más fuerza en su predicación al acusar a los judíos, no es tanto el pecado históricamente “concreto” de la Crucifixión (ésta constituye el final de todo proceso morboso, el punto de saturación de una situación, pero no lo agota), como el pecado de “incredulidad”: una incredulidad que está siempre en estado endémico en Israel (cfr. Is. 65, 2: “A lo largo de todo el día he tendido las manos hacia una nación díscola y rebelde”, y Rom. 10, 21), pero que es llevada a la exasperación en tiempo de Jesús, y de los Apósteles (es decir, cuando se mostró inmensamente mayor la misericordia salvadora, cuando fueron más frecuentes y más probatorios los signos milagrosos de la “visita” de Dios), para acabar en cierto modo por institucionalizarse como una oposición global, oficial, durísima, a Cristo y a su doctrina, a pesar de la gran “señal” de la Resurrección del Mesías.
La religión mosaica, que por disposición manifestada por Dios, debía desembocar en el cristianismo para encontrar en él su propio fin y su propia perfección, ha rehusado constantemente por el contrario adherirse a Cristo, “reprobando” de este modo la piedra angular puesta por Dios. Por su propia falta (“si yo no hubiera hecho entre ellos obras que ningún otro ha hecho, ellos no ha habrían pecado”: Jn. 15, 24) ella ha cristalizado en una situación objetiva de oposición a la voluntad de Dios, y por tanto de desorden. No se trata de una renuncia pura y simple al plan de Dios (lo que ya sería una falta muy grave), sino de una oposición positiva; bajo este aspecto, la relación entre el cristianismo y judaísmo es peor que la relación entre y las otras religiones. Sólo Israel, en efecto, había recibido una elección, una vocación, unos dones, una historia, etc., muy diferentes a los de todos los demás pueblos de la tierra: en el plan de Dios, Israel era enteramente “relativo” a Cristo y al cristianismo. No habiendo realizado verdaderamente, por su propia falta, tal y tan importante “relatividad”, se ha puesto por sí mismo en estado de “reprobación” objetiva. Este estado durará en tanto que el judaísmo – religión – no haya reconocido y aceptado oficial y globalmente a Jesucristo.
Según mi opinión, la Sagrada Escritura justifica esta interpretación y la tradición patrística la confirma. ( Una corta investigación filológica no nos parece inútil. A los vocablos del latín bíblico reprobare-reprobatio-reprobus corresponden griego bíblico muchas palabras con significaciones afines y complementarias).
1º) Ya se ha hecho alusión a la parábola de los viñadores homicidas (Mt. 21, 34-43). Israel, personificado aquí en sus jefes religiosos, es condenado a la pérdida del “reino de Dios” en beneficio de otro pueblo, para castigarle por su incredulidad que culminó en la muerte del Hijo de Dios. Llega, pues, a encontrarse en un estado de privación oficial y positiva del mayor don de Dios; el único, también que justifica la elección y la historia singular de este pueblo. Otros destinatarios menos indignos que la primera le reemplazaran.
2º) Es sobre todo en SAN PABLO donde encontramos expuesta la teología de la historia de Israel, en la cual – aunque se rompa el corazón diciéndolo – el Apóstol da sitio e importancia a una verdadera y auténtica “reprobación” del judaísmo. No destruye tal dolorosa realidad la circunstancia de que de trata de una reprobación que no es ni total en cuanto al número de las personas, ni perpetua en cuanto a la duración en el tiempo: “esta ceguera de parte de Israel sólo durará hasta que el complemento de los gentiles haya entrado y entonces Israel se habrá salvado” (Rom. 11, 25, gr. “et sic totus Israel salvabitur”).
a) En tiempos de SAN PABLO, las conversiones individuales de los judíos no faltaron (pero después, y hasta ahora, se convirtieron en muy raras); y, sin embargo, él pudo afirmar a propósito de la masa de Judíos: “Lo que busca Israel, eso no lo alcanzó, mientras que la selección lo alcanzó; cuanto a lo demás, se endurecieron; según que esta escrito (Is. 29, 10): “Dioles Dios espíritu de embotamiento, ojos de no ver y orejas de no oír” (Rom. 11, 17). En este texto se encuentran puestos en oposición un número selecto de individuos (e ekloge) y la gran masa de los otros (oi loipoi). Ese número es tan reducido que SAN PABLO lo compara con el puñado de fieles que no quiso doblar las rodillas de BAAL en tiempos de ELÍAS, y lo denomina, con un nombre al que tan frecuentemente recurre ISAÍAS, “residuo” o “germen” (Rom. 9, 27; 11, 5). Ciertamente esto basta para que la fidelidad de Dios a Sus promesas quede a salvo, para que se pueda afirmar que Dios no ha podido desaprobar su “elección”, que Él no ha rechazado totalmente ni para siempre a su pueblo (Rom. 11, 1): tanto más cuanto que este “residuo” formado por los que creen en Cristo constituye el verdadero Israel no son el verdadero Israel de Dios (“Todos los que descienden de Israel no son el verdadero Israel”, Rom. 9. 6 gr.), auténtico depositario de las promesas y de los privilegios, aquel al cual es voluntad de Dios que lleguen a asociarse por la fe también todos los gentiles (“perteneciendo a Cristo seréis, con seguridad, la descendencia de ABRAHAM y los herederos conforme a la promesa”, Gal. 3, 29).
b) Pero para todos los demás, para la gran masa del “Israel según la carne” (I Cor. 10, 18), es una quiebra auténtica; se han dejado dominar culpablemente (Hech. 28, 26) por el “endurecimiento”, la “estupidez”, la “ceguera” (Rom. 11, 7-9). La desgracia es tanto más humillante cuando se trata de gentiles, que han obtenido lo que los judíos habían perdido por su falta: esos mismos paganos a quienes los judíos, por una adhesión mal comprendida a sus privilegios de pueblo elegido, despreciaban orgullosamente: “los paganos, sin buscar la justicia, han obtenido justicia, pero la que viene de a fe. Mientras que Israel, que buscaba una ley que procurase la justicia, no ha alcanzado esa ley” (Rom. 9, 30).
La lectura de MOISÉS, que hubiera debido iluminarle, se ha convertido para él como un velo de oscuridad ante los ojos, porque se ha endurecido su corazón. ¿Hasta cuándo? Hasta el tiempo en que “se convierta al Señor” (II COR. 3, 14-16), es decir, hasta que se convierta en masa al cristianismo.
Tal estado de “impenetrabilidad” y de “aversión” respecto a Dios no difiere apenas de una reprobación objetiva.
Editó Gabriel Pautasso
gabrielsppautasso@yahoo.com.ar
Diario Pampero Condurbensis nº 209
Instituto Eremita Urbanus
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(El Obispo de Segni, Italia, Monseñor LUIGI MARÍA CARLI, se distinguió durante el Concilio Vaticano II por ser uno de los Padres más combativos del Coetus Internationales Patrum.
Por Mons. Luigi Maria Carli - Cuadernos Fides nº 21. (2)
Se trataba de un grupo de tendencia tradicional del que formaban parte, Mons. Proença Sigaud, Mons. Castro Mayer y Mons. M. Lefebvre).
En este trabajo expone la doctrina tradicional de la Iglesia sobre la responsabilidad de los judíos en la muerte de Nuestro Señor Jesucristo. Los errores que por Mons. CARLI detenta en los esquemas y borradores conciliares terminaron haciéndose oficiales en la Declaración conciliar Nostra Aetate sobre las religiones no cristianas, y hoy son ligar común. Forman parte de un “meaculpismo” tan injusto con la historia de la Iglesia (que jamás ha sido RACISTA ni ANTISEMITA, considerando el judaísmo como un problema exclusivamente religioso) como ajeno de toda fundamentación doctrinal.*
Por el contrario, de manera más convincente, J. SCHIMID comenta: “El sentido real de este versículo no puede ser que el pueblo judío, en general, vaya a subsistir como viña de Dios (es decir, dejando aparte toda metáfora, como su pueblo elegido), pero recibiendo otros jefes en sustitución de sus jefes actuales, qu son contrarios a la voluntad de Dios. Tal interpretación contradiría no solamente la realidad histórica, sino también todo el mensaje de Jesús y la fe del cristianismo primitivo. También el versículo 43 se opone ello. Dado que se habla en él de otro pueblo, al cual le será dado el “reino de Dios” y que dará sus frutos, Él no se dirige solamente a los jefes del judaísmo, en antítesis con el pueblo, sino a todo el pueblo judío (“os digo”). El versículo expresa, pues, en términos precisos y eficaces, la idea central de toda la parábola. Ésta contiene una especie de teología de la historia, que contempla la falta de Israel en toda su extensión a través del tiempo. Pero la generación presente, aquella a la cual habla Jesús, colma la medida de la falta, ya que ella entrega a la muerte al “hijo bien amado”. De este modo se ha agotado la paciencia de Dios. Resulta de ello la condenación de Israel. Será reemplazado por un nuevo Israel espiritual, que Dios suscitará entre los paganos y al cual dará también nuevos “fittavoli”, “nuevos jefes”. (O. cit., pág. 395. Téngase también presente esta profecía amenazante para los judíos: “Así yo os declaro que muchedumbres vendrán de Oriente y de Occidente, y se sentarán a la mesa en el reino de los cielos con Abraham, Isaac, y Jacob, en tanto que los hijos del Reino serán arrojados a las tinieblas exteriores” (Mt. 8, 11).
SIMÓN-DORADO tiene la misma opinión: “Así pues, la nación judía un castigo, y en primer lugar, como ella se ha comportado indignamente, será privada de la dignidad teocrática; y los paganos ocuparán su lugar. (Praelectiones biblicae asum scholarum Novum Testamentum, vol. I, Taurini, 6ª ed. 1944, pág. 814).
2º) San Pedro, hablando el día de Pentecostés a varios millares de judíos, no solamente de Jerusalén sino “de todas las naciones que están bajo el cielo (Hech. 2, 6) – por tanto una especie de representación de todo el judaísmo, tanto de Palestina como de la Diáspora -, no vacila en proclamar: “Israelitas, escuchad estas palabras: vosotros habéis hecho morir por la mano de los impíos…a Jesús de Nazareth. Que toda la raza de Israel sepa pues con certeza que Dios ha constituido como Señor y Cristo a este Jesús al que vosotros habéis crucificado” (Hech. 2, 22-36). En otros términos, el Príncipe de los Apósteles atribuye a todos los oyentes – entre los cuales quizá ninguno figuraba entre los materiales homicidas de Jesús – y por tanto, a todo Israel, la RESPONSABILIDAD DEL DEICIDIO.
SAN PEDRO usa el mismo lenguaje cuando se dirige al pueblo que acudió en gran número después de la curación milagrosa del cojo: “El Dios de nuestros padres ha glorificado a su servidor Jesús, que vosotros habéis entregado y negado…Vosotros habéis renegado del santo y del justo, y vosotros habéis pedido que se os diese más bien al homicida, y habéis hecho morir al autor de la Vida” (Hech. 3, 15). ¿Cuántos entre los oyentes de San Pedro habían efectivamente traicionado, negado, dado muerte a Jesús y reclamado a Barrabas? Esto importa poco para el principio de la responsabilidad colectiva; y, sin embargo, si existieran circunstancias en las que hubiera sido justo y útil distinguir entre un puñado de responsables y una masa de inocentes…¡en verdad ésta hubiera sido una!
3º) Los apósteles reprochan al Sanedrín entero y al pueblo de Jerusalén la responsabilidad de la muerte de Jesús: “El Dios de nuestros padres ha resucitado a Jesús, al que vosotros habéis dado muerte colgándole del madero” (Hech. 5, 30). ¡Y, sin embargo, bien saben que todos los miembros del Sanedrín no habían manifestado su adhesión!
4º) San Esteban, dirigiéndose al Sanedrín y al pueblo de Jerusalén (en medio del cual quizá no estaba ninguno de los que habían dado muerte a Jesús), establece una comparación entre los judíos contemporáneos y sus padres, y afirma indistintamente: “Ellos exterminaron a los que precedían la venida del Justo, a quien vosotros habéis entregado ahora y de quien sois los asesinos” (Hech. 7, 52).
5º) Para San Pablo, “los judíos”, en general, considerados colectivamente y sin tener en cuenta loables excepciones, son aquellos “que han do muerte al Señor Jesús y a los Profetas, que no agradan a Dios, que son adversarios de todos los hombre impidiéndonos hablar a los paganos para que se salven; de este modo acrecientan ellos sin interrupción hasta el más alto grado la medida de sus pecados; pero la cólera de Dios ha terminado por alcanzarles” (I Tes. 2, 15-16). Y, sin embargo, el Apóstol se expresa así, hacia el año 50, a propósito de los judíos que persiguen a sus compatriotas convertidos, miembros de la diversas Iglesias de la Judea de las cuales muy probablemente ninguna (o casi ninguna) había participado en el crimen.
Para concluir, estimo que se puede afirmar legítimamente que todo el pueblo del tiempo de Jesús, entendido en el sentido religioso, es decir, como colectividad qu profesa la religión de MOISÉS, fue solidariamente responsable del crimen de deicidio, a pesar de que solamente los jefes, seguidos por una parte de sus fieles, hayan consumado materialmente el crimen.
Estos jefes, ciertamente, no eran elegidos democráticamente por el sufragio popular, sino que con arreglo a la legislación y la mentalidad entonces en vigor, eran considerados por Dios mismo (cfr. Mt. 23, 2) y por la opinión pública como las autoridades religiosas legítimas, responsables oficiales de todos los actos que ejecutaban en nombre de la religión misma. Pues bien, justamente por estos jefes fue condenado a muerte Jesucristo, Hijo de Dios; y fue condenado legalmente porque se había proclamado Dios (Jn. 10, 33; 19, 7); y, sin embargo, había suministrado pruebas suficientes para ser creído tal (Jn. 15, 24).
La sentencia condenatoria fue dictada por el Consejo (Jn. 11,49 y ss.), es decir, por la mayor autoridad de la religión judía, invocando la ley de MOISÉS (Jn. 19, 7) y motivando en ella la sentencia como una acción defensiva de todo el pueblo (Jn. 11, 50) y la religión misma (Mt. 26, 65). Es el sacerdocio de AARÓN, síntesis y principal expresión de la economía teocrática y hierocrática del Antiguo Testamento, el que condenó al Mesías. Por consiguiente, es legítimo atribuir el deicidio al judaísmo en cuanto comunidad religiosa.
En ese sentido bien delimitado, y teniendo en cuenta la mentalidad bíblica, el judaísmo de los tiempos posteriores a Nuestro Señor participa también objetivamente en la responsabilidad colectivamente del deicidio, en la medida en que este judaísmo constituye la continuación libre y voluntaria del judaísmo de entonces.
En ese sentido bien delimitado, y teniendo en cuenta la mentalidad bíblica, el judaísmo de los tiempos posteriores a Nuestro Señor participa también objetivamente en la responsabilidad colectiva del deicidio, en la medida en que este judaísmo constituye la continuación libre y voluntaria del judaísmo de entonces. Un ejemplo tomado de la Iglesia puede ayudarnos a comprender la realidad. Un Soberano Pontífice y un Concilio ecuménico, aun cuando no sean elegidos por la comunidad católica con sistemas democráticos, cada vez que toman una decisión solemne con la plenitud de autoridad, hacen corresponsables de esta decisión, ahora y en todos los siglos por venir, a todo el Catolicismo, a toda la comunidad de la Iglesia.
(Véase THEODORE H. ROBINSON, “A history of Israel”. 2 vols. Oxford at Claredon Press. Reprinted 1957).
¿PUEDEN LOS JUDIOS SER CALIFICADOS COMO “REPROBADOS POR DIOS”?
La respuesta a la segunda pregunta se ve facilitada por la que ha sido dada a la primera. Aquí también la distinción entre “pueblo” en el sentido étnico-político y “pueblo” en el sentido religioso sigue siendo válida y necesaria, al igual que la consideración del principio bíblico de la responsabilidad colectiva. Hay que añadir a ello además que la “reprobación” de la que nos ocupamos aquí no coincide exactamente con aquella de la cual se ocupa la teología dogmática, y que, junto con la “predestinación”, designa la Providencia de Dios, en cuanto a la realización del fin último, es decir, de la vida eterna, por parte de las almas individuales. En efecto, nuestro problema concierne a una colectividad en cuanto tal, es decir, a una persona moral, cuyo fin se verifica y, por consiguiente, debe encontrar en este tiempo una recompensa para sus méritos o un castigo para sus faltas. Como ya había observado SAN AGUSTÍN, no son pueblos, en cuanto tales, los que entran en la eternidad, sino las almas individuales.
Así pues, hablar de “reprobación” o no de Israel no puede significado otra cosa que afirmar o negar que esta comunidad en cuanto tal ha realizado, o no, el fin terrenal para el cual Dios la había elegido. En todo caso subsiste plenamente la verdad, fundamental para el cristianismo, de que Dios, “que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad de la verdad” (I Tim. 2, 4), concede también a cada uno de los judíos de buena fe la gracia suficiente para obtener la vida eterna, y que, por consiguiente, ninguno de los judíos debe ser considerado, solamente en cuanto judío, como ya destinado a la condenación eterna.
Existen hoy tres opiniones respecto al punto de saber si el “judaísmo” puede ser considerado como “reprobado por Dios”, en el sentido que acaba de ser definido. La primera responde afirmativamente: el Israel antiguo, a causa de su incredulidad, ha sido privado por Dios del papel especial que hubiera debido tener en la Historia de la Salvación, y de todos los privilegios en relación con ese papel reemplazado por el Israel nuevo, la Iglesia.
La segunda opinión es negativa: Israel no ha sido repudiado por Dios; su carácter de “pueblo elegido” se mantiene sin interrupción; junto a la Iglesia – separados de nosotros, pero no extraños, a modo de hermanos “mayores” disidentes -, los judíos tuenen una misión particular que cumplir en la Historia de la Salvación.
La tercera opinión ocupa el medio entre las dos primeras: habiendo perdido la elección y los privilegios originales, sin duda, Israel conserva a pesar de esto, en el plan divino, una situación diferente de la de los otros pueblos no cristianos; situación que se deriva del hecho histórico indestructible de haber sido el “primer amor” del Esposo Divino y de una “cierta misión” (que no se puede precisar más) que ha de cumplir en el mundo, no admitiendo la cual resultaría enigmática toda la historia de los judíos en el curso de los últimos veinte siglos.
Considero como un deber adherirme a la primera opinión, porque me parece la mejor apoyada por la Revelación divina y porque esta reforzada por la exégesis casi unánime de los Padres y de los teólogos.
En un momento dado de su historia, Israel quebrantó el Pacto de Alianza con Dios, y ello no tanto por el hecho de haber transgredido los mandamientos de Dios, es decir, por no haber cumplido las condiciones de Pacto (¡había cometido tantas veces ese pecado, y Dios siempre lo había perdonado!) como por haber rehusado el fin mismo del Pacto, rechazando a Jesús: “pues el Cristo es el fin de la ley” (Rom. 10, 4). Desde ese momento no se trababa ya de las modalidades accidentales del PACTO, sino más bien de su misma sustancia. Automáticamente, la “elección” de Israel, frustrada por completo, quedó sin objeto alguno y los privilegios que iban unidos a ella perdieron su razón suficiente.
Es sintomático comprobar que lo que Jesús y los Apósteles subrayan con más fuerza en su predicación al acusar a los judíos, no es tanto el pecado históricamente “concreto” de la Crucifixión (ésta constituye el final de todo proceso morboso, el punto de saturación de una situación, pero no lo agota), como el pecado de “incredulidad”: una incredulidad que está siempre en estado endémico en Israel (cfr. Is. 65, 2: “A lo largo de todo el día he tendido las manos hacia una nación díscola y rebelde”, y Rom. 10, 21), pero que es llevada a la exasperación en tiempo de Jesús, y de los Apósteles (es decir, cuando se mostró inmensamente mayor la misericordia salvadora, cuando fueron más frecuentes y más probatorios los signos milagrosos de la “visita” de Dios), para acabar en cierto modo por institucionalizarse como una oposición global, oficial, durísima, a Cristo y a su doctrina, a pesar de la gran “señal” de la Resurrección del Mesías.
La religión mosaica, que por disposición manifestada por Dios, debía desembocar en el cristianismo para encontrar en él su propio fin y su propia perfección, ha rehusado constantemente por el contrario adherirse a Cristo, “reprobando” de este modo la piedra angular puesta por Dios. Por su propia falta (“si yo no hubiera hecho entre ellos obras que ningún otro ha hecho, ellos no ha habrían pecado”: Jn. 15, 24) ella ha cristalizado en una situación objetiva de oposición a la voluntad de Dios, y por tanto de desorden. No se trata de una renuncia pura y simple al plan de Dios (lo que ya sería una falta muy grave), sino de una oposición positiva; bajo este aspecto, la relación entre el cristianismo y judaísmo es peor que la relación entre y las otras religiones. Sólo Israel, en efecto, había recibido una elección, una vocación, unos dones, una historia, etc., muy diferentes a los de todos los demás pueblos de la tierra: en el plan de Dios, Israel era enteramente “relativo” a Cristo y al cristianismo. No habiendo realizado verdaderamente, por su propia falta, tal y tan importante “relatividad”, se ha puesto por sí mismo en estado de “reprobación” objetiva. Este estado durará en tanto que el judaísmo – religión – no haya reconocido y aceptado oficial y globalmente a Jesucristo.
Según mi opinión, la Sagrada Escritura justifica esta interpretación y la tradición patrística la confirma. ( Una corta investigación filológica no nos parece inútil. A los vocablos del latín bíblico reprobare-reprobatio-reprobus corresponden griego bíblico muchas palabras con significaciones afines y complementarias).
1º) Ya se ha hecho alusión a la parábola de los viñadores homicidas (Mt. 21, 34-43). Israel, personificado aquí en sus jefes religiosos, es condenado a la pérdida del “reino de Dios” en beneficio de otro pueblo, para castigarle por su incredulidad que culminó en la muerte del Hijo de Dios. Llega, pues, a encontrarse en un estado de privación oficial y positiva del mayor don de Dios; el único, también que justifica la elección y la historia singular de este pueblo. Otros destinatarios menos indignos que la primera le reemplazaran.
2º) Es sobre todo en SAN PABLO donde encontramos expuesta la teología de la historia de Israel, en la cual – aunque se rompa el corazón diciéndolo – el Apóstol da sitio e importancia a una verdadera y auténtica “reprobación” del judaísmo. No destruye tal dolorosa realidad la circunstancia de que de trata de una reprobación que no es ni total en cuanto al número de las personas, ni perpetua en cuanto a la duración en el tiempo: “esta ceguera de parte de Israel sólo durará hasta que el complemento de los gentiles haya entrado y entonces Israel se habrá salvado” (Rom. 11, 25, gr. “et sic totus Israel salvabitur”).
a) En tiempos de SAN PABLO, las conversiones individuales de los judíos no faltaron (pero después, y hasta ahora, se convirtieron en muy raras); y, sin embargo, él pudo afirmar a propósito de la masa de Judíos: “Lo que busca Israel, eso no lo alcanzó, mientras que la selección lo alcanzó; cuanto a lo demás, se endurecieron; según que esta escrito (Is. 29, 10): “Dioles Dios espíritu de embotamiento, ojos de no ver y orejas de no oír” (Rom. 11, 17). En este texto se encuentran puestos en oposición un número selecto de individuos (e ekloge) y la gran masa de los otros (oi loipoi). Ese número es tan reducido que SAN PABLO lo compara con el puñado de fieles que no quiso doblar las rodillas de BAAL en tiempos de ELÍAS, y lo denomina, con un nombre al que tan frecuentemente recurre ISAÍAS, “residuo” o “germen” (Rom. 9, 27; 11, 5). Ciertamente esto basta para que la fidelidad de Dios a Sus promesas quede a salvo, para que se pueda afirmar que Dios no ha podido desaprobar su “elección”, que Él no ha rechazado totalmente ni para siempre a su pueblo (Rom. 11, 1): tanto más cuanto que este “residuo” formado por los que creen en Cristo constituye el verdadero Israel no son el verdadero Israel de Dios (“Todos los que descienden de Israel no son el verdadero Israel”, Rom. 9. 6 gr.), auténtico depositario de las promesas y de los privilegios, aquel al cual es voluntad de Dios que lleguen a asociarse por la fe también todos los gentiles (“perteneciendo a Cristo seréis, con seguridad, la descendencia de ABRAHAM y los herederos conforme a la promesa”, Gal. 3, 29).
b) Pero para todos los demás, para la gran masa del “Israel según la carne” (I Cor. 10, 18), es una quiebra auténtica; se han dejado dominar culpablemente (Hech. 28, 26) por el “endurecimiento”, la “estupidez”, la “ceguera” (Rom. 11, 7-9). La desgracia es tanto más humillante cuando se trata de gentiles, que han obtenido lo que los judíos habían perdido por su falta: esos mismos paganos a quienes los judíos, por una adhesión mal comprendida a sus privilegios de pueblo elegido, despreciaban orgullosamente: “los paganos, sin buscar la justicia, han obtenido justicia, pero la que viene de a fe. Mientras que Israel, que buscaba una ley que procurase la justicia, no ha alcanzado esa ley” (Rom. 9, 30).
La lectura de MOISÉS, que hubiera debido iluminarle, se ha convertido para él como un velo de oscuridad ante los ojos, porque se ha endurecido su corazón. ¿Hasta cuándo? Hasta el tiempo en que “se convierta al Señor” (II COR. 3, 14-16), es decir, hasta que se convierta en masa al cristianismo.
Tal estado de “impenetrabilidad” y de “aversión” respecto a Dios no difiere apenas de una reprobación objetiva.
Editó Gabriel Pautasso
gabrielsppautasso@yahoo.com.ar
Diario Pampero Condurbensis nº 209
Instituto Eremita Urbanus
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