Las presiones de los judíos a
través de los medios de comunicación y las protestas de los católicos empeñados
en el diálogo con el judaísmo han tenido éxito.
Editó: Lic. Gabriel Pautasso
Por Vittorio Messori
(Periodista Italiano Actual)
«Las presiones de los judíos a través de los
medios de comunicación y las protestas de los católicos empeñados en el diálogo
con el judaísmo han tenido éxito. La causa de la beatificación de Isabel la
Católica, reina de Castilla, recibió en estos días un imprevisto frenazo [...].
La preocupación por no provocar las reacciones de los israelíes, irritados por
la beatificación de la judía conversa Edit Stein y por la presencia de un
monasterio en Auschwitz, favoreció el que se hiciera una "pausa para reflexionar"
sobre la conveniencia de continuar con la causa de la Sierva de Dios, título al
que ya tiene derecho Isabel I de Castilla.»
Así dice un artículo publicado en Il Nostro
Tempo, Orazio Petrosillo, informador religioso de Il Messaggero. Petrosillo
recuerda que el frenazo del Vaticano llegó a pesar del dictamen positivo de los
historiadores, basado en un trabajo de veinte años contenido en veintisiete
volúmenes. «En estas cantidades ingentes de material –dice el postulador de la
causa, Anastasio Gutiérrez– no se encontró un solo acto o manifestación de la
reina, ya fuera público o privado, que pueda considerarse contrario a la
santidad cristiana.» El padre Gutiérrez no duda en tachar de «cobardes a los
eclesiásticos que, atemorizados por las polémicas, renuncian a reconocer la
santidad de la reina». Sin embargo, Petrosillo concluye diciendo, «se tiene la
impresión de que la causa difícilmente llegue a puerto».
Se trata de una noticia poco reconfortante. Sin
embargo, no es la primera vez que ocurre; ciñéndonos a España, recordemos que
Pablo VI bloqueó la beatificación de los mártires de la guerra civil, por lo
que podemos comprobar que, una vez más, se consideró que las razones de la
convivencia pacífica contrastaban con las de la verdad, que en este caso es
atacada con una virulencia rayana en la difamación, no sólo por parte de los
judíos (a los que en la época de Isabel les fue revocado el derecho a residir
en el país), sino también por parte de los musulmanes (expulsados de Granada,
su última posesión en tierras españolas), y por todos los protestantes y los
anticatólicos en general, que desde siempre montan en cólera cuando se habla de
aquella vieja España cuyos soberanos tenían derecho al título oficial de Reyes
Católicos. Título que se tomaron tan en serio que una polémica secular
identificó hispanismo y catolicismo, Toledo y Madrid con Roma.
En cuanto a la expulsión de los judíos, siempre
se olvidan ciertos hechos, como por ejemplo, el que mucho antes de Isabel, los
soberanos de Inglaterra, Francia y Portugal habían tomado la misma medida, y
muchos otros países iban a tomarla sin las justificaciones políticas que
explican el decreto español que, no obstante, constituyó un drama para ambas
partes.
Es preciso recordar que la España musulmana no
era en absoluto el paraíso de tolerancia que han querido describirnos y que, en
aquellas tierras, tanto cristianos como judíos eran víctimas de periódicas
matanzas. Sin embargo, está más que probado que si había que elegir entre dos
males –Cristo o Mahoma– los judíos tomaron partido por este último, haciendo de
quinta columna en perjuicio del elemento católico. De ahí surgió el odio
popular que, unido a la sospecha que despertaban quienes formalmente habían
abrazado el cristianismo para continuar practicando en secreto el judaísmo (los
marranos), condujo a tensiones que con frecuencia degeneraron en sanguinarias
matanzas espontáneas y continuas a las que las autoridades intentaban en vano
oponerse. El Reino de Castilla y Aragón surgido del matrimonio de los reyes
todavía no se había afianzado y no estaba en condiciones de soportar ni de
controlar una situación tan explosiva, amenazado como estaba por una
contraofensiva de los árabes que contaban con los musulmanes, a su vez
convertidos por compromiso.
Desde el punto de vista jurídico, en España, y
en todos los reinos de aquella época, los judíos eran considerados extranjeros
y se les daba cobijo temporalmente sin derecho a ciudadanía. Los judíos eran
perfectamente conscientes de su situación: su permanencia era posible mientras
no pusieran en peligro al Estado. Cosa que, según el parecer no sólo de los
soberanos sino también del pueblo y de sus representantes, se produjo con el
tiempo a raíz de las violaciones de la legalidad por parte de los judíos no
conversos como de los formalmente convertidos, por los cuales Isabel sentía una
«ternura especial» tal que puso en sus manos casi toda la administración
financiera, militar e incluso eclesiástica. Sin embargo, parece que los casos
de «traición» llegaron a ser tantos como para no poder seguir permitiendo
semejante situación.
En cualquier caso, como mantiene la postulación
de la causa de santidad de Isabel, «el decreto de revocación del permiso de
residencia a los judíos fue estrictamente político, de orden público y de
seguridad del Estado, no se consultó en absoluto al Papa, ni interesa a la
Iglesia el juicio que se quiera emitir en este sentido. Un eventual error
político puede ser perfectamente compatible con la santidad. Por lo tanto, si
la comunidad judía de hoy quisiera presentar alguna queja, deberá dirigirla a
las autoridades políticas, suponiendo que las actuales sean responsables de lo
actuado por sus antecesoras de hace cinco siglos».
Añade la postulación (no hay que olvidar que ha
trabajado con métodos científicos, con la ayuda de más de una decena de
investigadores que dedicaron veinte años a examinar más de cien mil documentos
en los archivos de medio mundo): «La alternativa, el aut-aut "o
convertirse o abandonar el Reino", que habría sido impuesta por los Reyes
Católicos es una fórmula simplista, un eslogan vulgar: ya no se creía en las
conversiones. La alternativa propuesta durante los muchos años de violaciones
políticas de la estabilidad del Reino fue: "O cesáis en vuestros crímenes
o deberéis abandonar el Reino."» Como confirmación ulterior tenemos la
actividad anterior de Isabel en defensa de la libertad de culto de los judíos
en contra de las autoridades locales, con la promulgación de un seguro real así
como con la ayuda para la construcción de muchas sinagogas.
No obstante, resulta significativo que la expulsión
fuera particularmente aconsejada por el confesor real, el muy difamado Tomás de
Torquemada, primer organizador de la Inquisición, que era de origen judío.
También resulta significativo y demostrativo de la complejidad de la historia
el hecho de que, alejadas de los Reyes Católicos, aunque fuera por el clamor
popular y por motivos políticos de legítima defensa, las familias judías más
ricas e influyentes solicitaron y obtuvieron hospitalidad de la única autoridad
que se la concedió con gusto y la acogió en sus territorios: el Papa. De esto
sólo puede sorprenderse todo aquel que ignore que la Roma pontificia es la
única ciudad del Viejo Continente en la que la comunidad judía vivió altibajos
según los papas que les tocaron en suerte, pero que nunca fue expulsada ni
siquiera por breve tiempo. Habrá que esperar al año 1944 y a que se produzca la
ocupación alemana para ver, más de mil seiscientos años después de Constantino,
a los judíos de Roma perseguidos y obligados a la clandestinidad; quienes
consiguieron escapar lo hicieron en su mayoría gracias a la hospitalidad
concedida por instituciones católicas, con el Vaticano a la cabeza.
El camino a los altares le está vedado a Isabel
también por quienes terminaron por aceptar sin críticas la leyenda negra de la
que hemos hablado y de la que seguiremos ocupándonos, y que abundan incluso
entre las filas católicas. No se le perdona a la soberana y a su consorte,
Fernando de Aragón, el haber iniciado el patronato, negociado con el Papa, con
el que se comprometían a la evangelización de las tierras descubiertas por
Cristóbal Colón, cuya expedición habían financiado. En una palabra, serían los
dos Reyes Católicos los iniciadores del genocidio de los indios, llevado a cabo
con la cruz en una mano y la espada en la otra. Y los que se salvaron de la
matanza habrían sido sometidos a la esclavitud. Sin embargo, sobre este
aspecto, la historia verdadera ofrece otra versión que difiere de la leyenda.
Veamos, por ejemplo, lo que dice Jean Dumont:
«La esclavitud de los indios existió, pero por iniciativa personal de Colón,
cuando tuvo los poderes efectivos de virrey de las tierras descubiertas; por lo
tanto, esto fue así sólo en los primeros asentamientos que tuvieron lugar en
las Antillas antes de 1500. Isabel la Católica reaccionó contra esta esclavitud
de los indígenas (en 1496 Colón había enviado muchos a España) mandando
liberar, desde 1478, a los esclavos de los colonos en las Canarias. Mandó que
se devolviera a las Antillas a los indios y ordenó a su enviado especial, Francisco
de Bobadilla, que los liberara, y éste a su vez, destituyó a Colón y lo
devolvió a España en calidad de prisionero por sus abusos. A partir de entonces
la política adoptada fue bien clara: los indios son hombres libres, sometidos
como los demás a la Corona y deben ser respetados como tales, en sus bienes y
en sus personas.»
Quienes consideren este cuadro como demasiado
idílico, les convendría leer el codicilo que Isabel añadió a su testamento tres
días antes de morir, en noviembre de 1504, y que dice así: «Concedidas que nos
fueron por la Santa Sede Apostólica las islas y la tierra firme del mar Océano,
descubiertas y por descubrir, nuestra principal intención fue la de tratar de
inducir a sus pueblos que abrazaran nuestra santa fe católica y enviar a
aquellas tierras religiosos y otras personas doctas y temerosas de Dios para
instruir a los habitantes en la fe y dotarlos de buenas costumbres poniendo en
ello el celo debido; por ello suplico al Rey, mi señor, muy afectuosamente, y
recomiendo y ordeno a mi hija la princesa y a su marido, el príncipe, que así
lo hagan y cumplan y que éste sea su fin principal y que en él empleen mucha
diligencia y que no consientan que los nativos y los habitantes de dichas
tierras conquistadas y por conquistar sufran daño alguno en sus personas o
bienes, sino que hagan lo necesario para que sean tratados con justicia y
humanidad y que si sufrieren algún daño, lo repararen.»
Se trata de un documento extraordinario que no
tiene igual en la historia colonial de ningún país. Sin embargo, no existe
ninguna historia tan difamada como la que se inicia con Isabel la Católica.
DIARIO PAMPERO
INSTITUTO EREMITA URBANUS
El 4 de diciembre del Año del Señor de 2008,
Córdoba de la Nueva Andalucía, festividad de San Juan Damasceno, ¡VIVA LA
PATRIA!
Envío del Dr ROBERTO CASTELLANO Pro Vida
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