Por Mons. Luigi María Carli
¿Pueden los judíos ser calificados como “deicidas”?
Se ha dicho que no debe hablar de “deicidio” porque, según la etimología, Dios no puede ser matado. Pero es fácil responder que el homicidio de Jesucristo, verdadero Hijo de Dios, merece, en estricto rigor teológico, en nombre de “deicidio”.
“Actiones et passiones sunt suppositorum”, enseña la filosofía. Y Santo Tomás argumenta lógicamente: “La unión de la naturaleza humana y de la naturaleza divina se realizó en la persona, en la hipóstasis y en el supuesto, permaneciendo firme sin embardo la distinción de naturaleza. Lo que quiere decir que es una misma la persona y la hipóstasis de la naturaleza divina y de la humana, pero quedando a salvo la propiedad de una y otra naturaleza. Conviene, pues, atribuir la pasión a la naturaleza divina, no en razón de esta naturaleza, que es impasible, sino en razón de la naturaleza humana. (Summa Theol. III, q. 46, a 12).
Es la misma razón por la cual la Iglesia ha reconocido solemnemente a la Bienaventurada Virgen María, Madre de Jesús, el apelativo de theotokos: “No es – explicaba San Cirilo de Alejandría contra Nestorio – que la naturaleza del Verbo o su divinidad hayan encontrado principio de la Santa Virgen, sino que, como nació de ella este santo cuerpo animado por un alma racional, al cual se unió substancialmente el Verbo de Dios, se dice que el Verbo de Dios ha sido engendrado conforme a la carne”. (Cfr. Conciliorum Oecumenicorum Decreta, Herder, 1962, pág. 39, 3-9).
Se ha negado igualmente que pueda hablarse con propiedad de “deicidio”, ya que los judíos ignoraban la divinidad de Jesucristo. Nosotros respondemos esto: objetivamente, en el fuero externo, se trata de un verdadero deicidio porque Jesucristo es verdaderamente Dios y porque Él se había declarado explícitamente como tal. Por tanto, el uso de la palabra es legítimo, al menos según el empleo que han hecho de ella San Pedro (“habéis hecho morir al autor de la vida”, Hech. 3, 15) y San Pablo (”que han dado muerte al Señor Jesús”, I Tes. 2, 15; “si le hubieran conocido, nunca hubieran crucificado al Señor de la gloria”, I Cor. 2, 8). (San Pedro, probablemente por delicadeza o como expediente legítimo de captatio benevolentiae, lo llama una sola vez “ignorancia” (Hech. 3, 17). San Pablo emplea también una sola ve el mismo término refiriéndose a los judíos que crucificaron a Jesús (Hech. 13, 27), pero no se ve claramente si quiere hablar de ignorancia no culpable. Al contrario, Jesús habla explícitamente de “incredulidad”, concepto que comporta no solamente falta de fe, sino también rebelión (Mt. 13, 58; 17, 16; Mc 16, 14; Jn 8, 37 y ss.: 10, 38; 11, 48-53; 12, 37); es el mismo drama del Antiguo Testamento (cfr. Hebr. 3, 19: 4, 6).
Dejemos sólo a Dios el cuidado de medir y juzgar la eventual ignorancia, o mejor, la incredulidad de cada uno de los autores de la Crucifixión, acerca de la personalidad real de Jesús. Se trata de un drama que afecta el fuero interno de la conciencia, pero que deja invariable la calificación objetiva que se pueda dar a este crimen.
La verdadera cuestión es la de saber si todo el “pueblo” debe ser considerado como culpable del “deicidio”. La Declaración R3 responde negativamente de manera absoluta y da dos razones: a) “Lo que se hizo en la Pasión no puede ser imputado en modo alguno a todo el pueblo entonces existente y menos aún al pueblo de hoy”; “La Iglesia ha estimado siempre y sigue estimando, que Cristo se sometió voluntariamente a la Pasión y a la muerte a causa de los pecados de todos los hombres en virtud de su inmenso amor”.
La segunda razón, aun cuando afirma una cosa verdadera y muy santa, no me parece adecuada. En efecto, estamos ahora investigando la causa próxima de la muerte de Jesús, no la causa remota; tratamos de las responsabilidades inmediatas, y no de las responsabilidades mediatas. Si fuera de otro modo, deberíamos disculpar también a Judas de la acusación de traición que el propio, con su caridad infinita, no le perdonó.
Queda la primera razón. Los exegetas no se ponen de acuerdo sobre el valor que hay que dar a ciertas expresiones del relato de la Pasión (por ejemplo, “turba multa”, Mt, 26, 47; “universus populus”, Mt. 27, 25; “omnis multitudo forum”, Lc. 23, 1; “universa turba”, Lc. 23, 18, etc.,), y, por consiguiente, sobre el número real de los que tuvieron una parte directa en el deicidio; conviene dejarles discutir en el plano científico. Pero el hecho que está fuera de duda y, por tanto, no tiene necesidad de una Declaración conciliar, es el hecho que sólo una parte (entendida en sentido étnico-político), numéricamente no preponderante, del “pueblo” judío que vivía entonces en Palestina y en la Diáspora, prestó un concurso activo o dio su consentimiento a la Crucifixión de Jesús. Pero esto no basta aún para descargar toda falta o de todo castigo al “judaísmo”, a la religión “judía”, es decir, al “pueblo judío” entendido en el sentido religioso. Es necesario interrogar a este propósito a la Sagrada Escritura, interpretarla según la mentalidad bíblica y a la luz de la Tradición, sin dejarse engañar más o menos conscientemente por las categorías mentales modernas.
Pues bien, los numerosos y sabios exégetas que ven surgir claramente de toda la economía del Antiguo Testamente – a pesar del texto de EZEQUIEL, cap. 18 – el principio de la “responsabilidad colectiva”, en el bien como en el mal, me parecen en lo justo. Toda la historia de Israel está tejida sobre el cañamazo de esta polaridad: de un lado, Dios, con sus favores y sus castigos colectivos; de otro, el “pueblo elegido”, con su aceptación o repulsa. El pueblo entero es considerado como responsable y, por tanto, castigado por faltas cometidas oficialmente por sus jefes, incluso cuando una gran parte del pueblo ha sido ajeno.
Los ejemplos de tal mentalidad no faltan en el Nuevo Testamento. JESÚS, haciendo eco al profeta ISAÍAS, se queja a menudo del endurecimiento y de la ceguera de su “pueblo” (Mt. 13, 15, etc.), de su “generación” (Mt. 17. 16, etc.). Amenaza con castigos ejemplares a las ciudades enteras de Corozaín, Betsaida, y Cafarnaúm (Mt. 11, 21-24); sin embargo, no se puede pensar que todos los habitantes hayan permanecido insensibles a su predicación y a sus milagros. Imputa del mismo modo a su “generación” y a la categoría de los escribas y de los fariseos de su época la muerte de los profetas de los tiempos pasados, muerte a la cual, naturalmente, eran ajenos.: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas…; de ese modo dais testimonio contra vosotros mismos de que sois los hijos de los asesinos de los profetas! Colmad entonces la medida de vuestros padres, a fin de que recaiga sobre nosotros toda la sangre inocente derramada sobre la tierra, desde la sangre de ABEL el justo hasta la muerte de ZACARÍAS, hijo de BARAQUÍAS, al que habéis dado muerte entre el templo y el altar. Yo os digo: en verdad, todos esos crímenes pesan sobre esta generación” (Mt. 23, 29-36).
Finalmente, JESÚS considera la destrucción de Jerusalén no solamente como el castigo de su ceguera y de su rechazo de la visita del Señor )”porque tú no has sabido reconocer el tiempo en el que has sido visitada”, Lc. 19, 11), sino también como castigo por la muerte de los profetas de otros tiempo: “¡Jerusalén, Jerusalén, tú que matas a los profetas y lapidas a los que te son enviados! Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina recoge a sus polluelos bajo sus alas, y tú no lo han querido (gr. noluisti). ¡Pues bien!, va morada os va a ser dejada desierta” (Mt. 23, 37-38). (J. SCUMID comenta: “La destrucción del templo y de la ciudad hace evidente, incluso de manera externa, que ha sido abandonada y repudiada por Dios”. citado), Ahora bien, la destrucción del Templo, símbolo de la religión mosaica; la destrucción de Jerusalén, capital del reino teocrático y por ello, con arreglo a la mentalidad de la época, símbolo de la nación israelita; la matanza, como la refiere FLAVIO JOSEFO, de 1.100.000 judíos y el cautiverio de otros 97.000 son un castigo tan enorme que estaría fuera de proporción, y, en consecuencia, no sería digno de Dios si, ante sus ojos, sólo los jefes religiosos 8e incluso no todos: cfr. Lc. 23, 51) y algunos centenares de desalmados, como máximo, hubieran sido responsables de la muerte de los Profetas y de JESÚS. ¡Sin el principio de responsabilidad colectiva todo esto quedaría como un misterio indescifrable!
SAN ESTEBAN acusa en bloque a los judíos de su época, aunque todos no lo hubiesen merecido personalmente: “¡Cabezas duras, incircuncisos de corazón y de oídos! Os resistís perpetuamente al Espíritu Santo. Vuestros padres lo hacían, y también vosotros ahora” (Hech. 7, 52).
SAN JUAN, que escribe cuando el judaísmo en su conjunto ha hecho su elección definitiva y humanamente irreversible, mostrándose como el adversario más encarnizado y sistemático de Cristo y el cristianismo, llega a afirmar categóricamente: “Ha venido a los suyos y los suyos no le han recibido”. (Jn. 1, 11). Para él, “los judíos”, tout court, constituyen desde ese momento el tipo y la suma de todos los incrédulos, de todos los opositores, de todos asesinos de Cristo.
El mismo CAIFÁS, misteriosamente profeta contra su voluntad, declara en el Sanedrín que la muerte de Cristo se ha hecho necesaria para salvar a todo el pueblo de una ruina cierta (Jn. 11, 50). Él interpreta, pues, la acción del Sanedrín como hecha en nombre y en interés de toda la nación judía.
A LA LUZ, por tanto, de la mentalidad bíblica, que apenas hemos esbozado, deben interpretarse los textos neo-testamentarios que hablan expresamente de los responsables del deicidio.
1º) En la parábola de los viñadores homicidas, JESÚS anuncia de antemano la condenación de todo su pueblo, a causa de la matanza de los servidores y, sobre todo, del Hijo de Dios (he aquí el DEICIDIO), Señor de la viña: “Por ello os digo que el reino de Dios os será arrebato y será dado a un pueblo que producirá los frutos de él” (Mt. 21, 43).
Contra toda la exégesis antigua y moderna, F. FESTORAZZI explica de este modo la parábola: no se trata del repudio de todo su pueblo, sino solamente de sus jefes, de cuyas manos será arrebatado el reino de Dios para ser entregado a una nación, es decir, a un tipo nuevo de comunidad (la Iglesia) que, en razón a su particular constitución, estará en situación de producir abundantes frutos. Pero SAN MATEO no se plantea el problema de decirnos si esta comunidad nueva será todavía Israel o no. (Cfr. F. FESTORAZZI, I giudei e il quarto Evangelo, en S. Giovanni. Atti Della XVII Settimana biblica, Brescia, 1964, págs. 225-260).
Continua.
Editó Gabriel Pautasso
Diario Pampero Cordubensis Nº 94. Instituto Eremita Urbanus
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¿Pueden los judíos ser calificados como “deicidas”?
Se ha dicho que no debe hablar de “deicidio” porque, según la etimología, Dios no puede ser matado. Pero es fácil responder que el homicidio de Jesucristo, verdadero Hijo de Dios, merece, en estricto rigor teológico, en nombre de “deicidio”.
“Actiones et passiones sunt suppositorum”, enseña la filosofía. Y Santo Tomás argumenta lógicamente: “La unión de la naturaleza humana y de la naturaleza divina se realizó en la persona, en la hipóstasis y en el supuesto, permaneciendo firme sin embardo la distinción de naturaleza. Lo que quiere decir que es una misma la persona y la hipóstasis de la naturaleza divina y de la humana, pero quedando a salvo la propiedad de una y otra naturaleza. Conviene, pues, atribuir la pasión a la naturaleza divina, no en razón de esta naturaleza, que es impasible, sino en razón de la naturaleza humana. (Summa Theol. III, q. 46, a 12).
Es la misma razón por la cual la Iglesia ha reconocido solemnemente a la Bienaventurada Virgen María, Madre de Jesús, el apelativo de theotokos: “No es – explicaba San Cirilo de Alejandría contra Nestorio – que la naturaleza del Verbo o su divinidad hayan encontrado principio de la Santa Virgen, sino que, como nació de ella este santo cuerpo animado por un alma racional, al cual se unió substancialmente el Verbo de Dios, se dice que el Verbo de Dios ha sido engendrado conforme a la carne”. (Cfr. Conciliorum Oecumenicorum Decreta, Herder, 1962, pág. 39, 3-9).
Se ha negado igualmente que pueda hablarse con propiedad de “deicidio”, ya que los judíos ignoraban la divinidad de Jesucristo. Nosotros respondemos esto: objetivamente, en el fuero externo, se trata de un verdadero deicidio porque Jesucristo es verdaderamente Dios y porque Él se había declarado explícitamente como tal. Por tanto, el uso de la palabra es legítimo, al menos según el empleo que han hecho de ella San Pedro (“habéis hecho morir al autor de la vida”, Hech. 3, 15) y San Pablo (”que han dado muerte al Señor Jesús”, I Tes. 2, 15; “si le hubieran conocido, nunca hubieran crucificado al Señor de la gloria”, I Cor. 2, 8). (San Pedro, probablemente por delicadeza o como expediente legítimo de captatio benevolentiae, lo llama una sola vez “ignorancia” (Hech. 3, 17). San Pablo emplea también una sola ve el mismo término refiriéndose a los judíos que crucificaron a Jesús (Hech. 13, 27), pero no se ve claramente si quiere hablar de ignorancia no culpable. Al contrario, Jesús habla explícitamente de “incredulidad”, concepto que comporta no solamente falta de fe, sino también rebelión (Mt. 13, 58; 17, 16; Mc 16, 14; Jn 8, 37 y ss.: 10, 38; 11, 48-53; 12, 37); es el mismo drama del Antiguo Testamento (cfr. Hebr. 3, 19: 4, 6).
Dejemos sólo a Dios el cuidado de medir y juzgar la eventual ignorancia, o mejor, la incredulidad de cada uno de los autores de la Crucifixión, acerca de la personalidad real de Jesús. Se trata de un drama que afecta el fuero interno de la conciencia, pero que deja invariable la calificación objetiva que se pueda dar a este crimen.
La verdadera cuestión es la de saber si todo el “pueblo” debe ser considerado como culpable del “deicidio”. La Declaración R3 responde negativamente de manera absoluta y da dos razones: a) “Lo que se hizo en la Pasión no puede ser imputado en modo alguno a todo el pueblo entonces existente y menos aún al pueblo de hoy”; “La Iglesia ha estimado siempre y sigue estimando, que Cristo se sometió voluntariamente a la Pasión y a la muerte a causa de los pecados de todos los hombres en virtud de su inmenso amor”.
La segunda razón, aun cuando afirma una cosa verdadera y muy santa, no me parece adecuada. En efecto, estamos ahora investigando la causa próxima de la muerte de Jesús, no la causa remota; tratamos de las responsabilidades inmediatas, y no de las responsabilidades mediatas. Si fuera de otro modo, deberíamos disculpar también a Judas de la acusación de traición que el propio, con su caridad infinita, no le perdonó.
Queda la primera razón. Los exegetas no se ponen de acuerdo sobre el valor que hay que dar a ciertas expresiones del relato de la Pasión (por ejemplo, “turba multa”, Mt, 26, 47; “universus populus”, Mt. 27, 25; “omnis multitudo forum”, Lc. 23, 1; “universa turba”, Lc. 23, 18, etc.,), y, por consiguiente, sobre el número real de los que tuvieron una parte directa en el deicidio; conviene dejarles discutir en el plano científico. Pero el hecho que está fuera de duda y, por tanto, no tiene necesidad de una Declaración conciliar, es el hecho que sólo una parte (entendida en sentido étnico-político), numéricamente no preponderante, del “pueblo” judío que vivía entonces en Palestina y en la Diáspora, prestó un concurso activo o dio su consentimiento a la Crucifixión de Jesús. Pero esto no basta aún para descargar toda falta o de todo castigo al “judaísmo”, a la religión “judía”, es decir, al “pueblo judío” entendido en el sentido religioso. Es necesario interrogar a este propósito a la Sagrada Escritura, interpretarla según la mentalidad bíblica y a la luz de la Tradición, sin dejarse engañar más o menos conscientemente por las categorías mentales modernas.
Pues bien, los numerosos y sabios exégetas que ven surgir claramente de toda la economía del Antiguo Testamente – a pesar del texto de EZEQUIEL, cap. 18 – el principio de la “responsabilidad colectiva”, en el bien como en el mal, me parecen en lo justo. Toda la historia de Israel está tejida sobre el cañamazo de esta polaridad: de un lado, Dios, con sus favores y sus castigos colectivos; de otro, el “pueblo elegido”, con su aceptación o repulsa. El pueblo entero es considerado como responsable y, por tanto, castigado por faltas cometidas oficialmente por sus jefes, incluso cuando una gran parte del pueblo ha sido ajeno.
Los ejemplos de tal mentalidad no faltan en el Nuevo Testamento. JESÚS, haciendo eco al profeta ISAÍAS, se queja a menudo del endurecimiento y de la ceguera de su “pueblo” (Mt. 13, 15, etc.), de su “generación” (Mt. 17. 16, etc.). Amenaza con castigos ejemplares a las ciudades enteras de Corozaín, Betsaida, y Cafarnaúm (Mt. 11, 21-24); sin embargo, no se puede pensar que todos los habitantes hayan permanecido insensibles a su predicación y a sus milagros. Imputa del mismo modo a su “generación” y a la categoría de los escribas y de los fariseos de su época la muerte de los profetas de los tiempos pasados, muerte a la cual, naturalmente, eran ajenos.: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas…; de ese modo dais testimonio contra vosotros mismos de que sois los hijos de los asesinos de los profetas! Colmad entonces la medida de vuestros padres, a fin de que recaiga sobre nosotros toda la sangre inocente derramada sobre la tierra, desde la sangre de ABEL el justo hasta la muerte de ZACARÍAS, hijo de BARAQUÍAS, al que habéis dado muerte entre el templo y el altar. Yo os digo: en verdad, todos esos crímenes pesan sobre esta generación” (Mt. 23, 29-36).
Finalmente, JESÚS considera la destrucción de Jerusalén no solamente como el castigo de su ceguera y de su rechazo de la visita del Señor )”porque tú no has sabido reconocer el tiempo en el que has sido visitada”, Lc. 19, 11), sino también como castigo por la muerte de los profetas de otros tiempo: “¡Jerusalén, Jerusalén, tú que matas a los profetas y lapidas a los que te son enviados! Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina recoge a sus polluelos bajo sus alas, y tú no lo han querido (gr. noluisti). ¡Pues bien!, va morada os va a ser dejada desierta” (Mt. 23, 37-38). (J. SCUMID comenta: “La destrucción del templo y de la ciudad hace evidente, incluso de manera externa, que ha sido abandonada y repudiada por Dios”. citado), Ahora bien, la destrucción del Templo, símbolo de la religión mosaica; la destrucción de Jerusalén, capital del reino teocrático y por ello, con arreglo a la mentalidad de la época, símbolo de la nación israelita; la matanza, como la refiere FLAVIO JOSEFO, de 1.100.000 judíos y el cautiverio de otros 97.000 son un castigo tan enorme que estaría fuera de proporción, y, en consecuencia, no sería digno de Dios si, ante sus ojos, sólo los jefes religiosos 8e incluso no todos: cfr. Lc. 23, 51) y algunos centenares de desalmados, como máximo, hubieran sido responsables de la muerte de los Profetas y de JESÚS. ¡Sin el principio de responsabilidad colectiva todo esto quedaría como un misterio indescifrable!
SAN ESTEBAN acusa en bloque a los judíos de su época, aunque todos no lo hubiesen merecido personalmente: “¡Cabezas duras, incircuncisos de corazón y de oídos! Os resistís perpetuamente al Espíritu Santo. Vuestros padres lo hacían, y también vosotros ahora” (Hech. 7, 52).
SAN JUAN, que escribe cuando el judaísmo en su conjunto ha hecho su elección definitiva y humanamente irreversible, mostrándose como el adversario más encarnizado y sistemático de Cristo y el cristianismo, llega a afirmar categóricamente: “Ha venido a los suyos y los suyos no le han recibido”. (Jn. 1, 11). Para él, “los judíos”, tout court, constituyen desde ese momento el tipo y la suma de todos los incrédulos, de todos los opositores, de todos asesinos de Cristo.
El mismo CAIFÁS, misteriosamente profeta contra su voluntad, declara en el Sanedrín que la muerte de Cristo se ha hecho necesaria para salvar a todo el pueblo de una ruina cierta (Jn. 11, 50). Él interpreta, pues, la acción del Sanedrín como hecha en nombre y en interés de toda la nación judía.
A LA LUZ, por tanto, de la mentalidad bíblica, que apenas hemos esbozado, deben interpretarse los textos neo-testamentarios que hablan expresamente de los responsables del deicidio.
1º) En la parábola de los viñadores homicidas, JESÚS anuncia de antemano la condenación de todo su pueblo, a causa de la matanza de los servidores y, sobre todo, del Hijo de Dios (he aquí el DEICIDIO), Señor de la viña: “Por ello os digo que el reino de Dios os será arrebato y será dado a un pueblo que producirá los frutos de él” (Mt. 21, 43).
Contra toda la exégesis antigua y moderna, F. FESTORAZZI explica de este modo la parábola: no se trata del repudio de todo su pueblo, sino solamente de sus jefes, de cuyas manos será arrebatado el reino de Dios para ser entregado a una nación, es decir, a un tipo nuevo de comunidad (la Iglesia) que, en razón a su particular constitución, estará en situación de producir abundantes frutos. Pero SAN MATEO no se plantea el problema de decirnos si esta comunidad nueva será todavía Israel o no. (Cfr. F. FESTORAZZI, I giudei e il quarto Evangelo, en S. Giovanni. Atti Della XVII Settimana biblica, Brescia, 1964, págs. 225-260).
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