Así como se exploraban los mundos recién descubiertos, y se arrancaban los secretos de la naturaleza los secretos de la naturaleza, debíanse explorar, según el Plan de la Providencia, los secretos de la bondad de Dios, hasta las más altas cimas de la contemplación. LA Iglesia debía crecer en profundidad, en intensidad de fe, de esperanza y de caridad, la vida divina en la tierra.
Vinculado con este crecimiento en intensidad, es un centenario que merece recordarse. No es una batalla famosa, ni un invento trascendental; no es un patético alarido de liberación, ni el postrer mensaje de algún energúmeno de la Historia. Es un pueblecito de España, en Duruelo, fray JUAN DE LA CRUZ con algunos compañeros, erige el primer el primer convento del Carmelo, según la Regla primitiva, según el ideal evangélico. Aquello vino a ser un punto muy alto en la vida de la Iglesia, que ha influido todos los días, sin ruido, en los destinos espirituales de la Cristiandad.
Sin discursos, sin éxtasis altisonante de los pecados de la Iglesia, como se estila hoy, comienzan a vivir una vida nueva, realmente evangélica, sin el aparato que requiere la vida en una gran ciudad.
Si fue notable la resolución de estos hombres, es más notable su perseverancia en la tarea emprendida. Todos cuantos tienen alguna experiencia de vida religiosa saben lo difícil que es mantener el tono de observancia, en una pequeña comunidad, en el campo. Sin embargo, SAN JUAN DE LA CRUZ y sus compañeros perseveran en los caminos de Dios, y señalan la única ruta auténtica para una renovación en la tradición del Cristianismo, hoy, mañana y siempre.
La nueva fundación de Duruelo no podía menos de estar vinculada a los anhelos de la SANTA MADRE TERESA DE JESÚS.
El místico Doctor, a pesar de su indudable genio, no era hombre de planificar o proyectar. Esa impresión deja su biografía. Pero la Santa Madre era, sin ninguna duda, el mismo talento organizador. En plena campaña de fundaciones femeninas, ardía en deseos de abrir casas similares, en la rama masculina de su Orden. Ya tendría catalogados los hombres que podrían secundarla; ahora buscaba los medios, pidiendo a la Providencia que le abriera los caminos para realizar sus proyectos.
Un dí dicen las crónicas, recibe la visita de un señor pariente suyo, que enterado de su interés en fundar un monasterio de frailes descalzos, de vida contemplativa, ofrecióle una propiedad suya en la aldea de Duruelo, entre Ávila y Medina del Campo. Allí encontró la Santa Madre el camino de Dios, para completar en la rama masculina su anhelada reforma.
Corre el año 1560. La Santa Madre TERESA envía a SAN JUAN DE LA CRUZ a la residencia de Duruelo. Va con una carta de la Madre a don FRANCISCO DE SALCEDO, residente en Ávila , que le retrata de cuerpo entero: “Hable Vuestra merced a este padre: suplícaselo y favorézcale en este negocio, que aunque es chico, es grande a los ojos de Dios” (Epíst. 1).
Grandes a los ojos de Dios, el Padre JUAN y sus cuatro compañeros disponen de la casa, y se instalan en ella. La capilla ocupa el antiguo portal; el coro el granero; las piezas se convierten en ermitas, según el gusto teresiano.
Es toda la casa humilde y alegre, dedicada al servicio de Dios. No es el gran claustro gótico, pero es la morada de Dios, alumbrada en santidad, brillante con todas sus virtudes de esos hombres, que daban un sentido de auténtica grandeza a toda la vida de la Cristiandad.
El 28 de noviembre de 1568, es la erección canónica de la nueva casa. El padre ANTONIO DE JESÚS es el prior; el P. JUAN DE LA CRUZ, el subprior y maestro de novicios. Contaba veintiséis años de edad.
Así comenzó una reforma verdadera de la Iglesia, después de Trento (1536-1545), como se había reformado otras veces. SANTO DOMINGO DE GUZMÁN fue otro reformador otras veces, de clara visión sobre las necesidades espirituales de la Cristiandad. Los conventuales de Duruelo, cuando arreciaba la pasión por el Hombre, y la devoción por las cosas humanas, vivieron la negación, predicaron sobre los tejados la negación de sí mismo, la vida de Dios y la transformación de todo el amor humano, en el amor de Dios.
En este tiempo, en que ha vuelto a recrudecer el amor y la pasión del Hombre, debemos recordar este oportunísimo centenario.
Fr. ALBERTO GARCÍA VIEYRA O. P.
Editó Gabriel Pautasso
Diario Pampero nº 88 Cordubensis
Instituto Eremita Urbanus
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