lunes, 1 de diciembre de 2008

Sobre los Fundamentos de Occidente según Teodoro Haecker



NEWMAN: Es difícil decir si el Imperio Romano ha desaparecido o no. En cierto aspecto, ha desaparecido, pues se ha dividido en reinos; en otro, está aún vigente, pues no se puede señalar la fecha de su final, y muchas serían las maneras de demostrar que pueda pensarse en serio en su total pervivencia, aunque en un estado mutilado y decadente.

Mi libro “VIRGILIO, PADRE DE OCCIDENTE”, lleva como preámbulo las palabras de un diálogo imaginario sobre Europa:
“En semejante tiempo ¡oh amigos míos! meditemos, antes que sea tarde, qué debemos llevar con nosotros de entre los horrores de la devastación. Ea pues: al igual que ENEAS los penates, tomemos nosotros primeramente la CRUZ, que aún podemos seguir usando como señal, antes de que caiga sobre nuestras cabezas. Y después: sí, lo que cada uno más fervientemente ame. Nosotros, sin embargo, no quisiéramos olvidar a nuestro VIRGILIO, que cabe en un bolsillo de la chaqueta”.

Corresponde ello a un estado de ánimo fundamental, que no es un a priori irracional, sino que tiene su fundamento (pues él mismo no es el último fundamento) en una fe y en un saber. ¿A dónde va nuestro tiempo? ¿Cuál será la figura del mundo, cuál su nueva apariencia, una vez que se destruya en este planeta muchas cosas que todavía no fueron destruidas? No lo sabemos; nadie lo sabe, excepto DIOS. Sólo esto sabemos: en este mundo, cuando hay que edificar una casa en el lugar que ocupa otra, debe ésta desaparecer, o pacífica y reposadamente, o por la violencia, en una catástrofe. En un mundo así de espacio y de tiempo, de cosas que nacen y de cosas que perecen, vivimos nosotros, y su modo de ser no está mano cambiarlo, sino solo en la de DIOS.

Cuando AGUSTÍN, el santo obispo, moría en la Hipona cercada por los vándalos, aparecía ante sus ojos la patria celestial, la civitas Dei, esa meta que es DIOS mismo, el único que puede dar al inquieto corazón de la creatura, del hombre, la tranquilidad y la paz definitiva, la pax Domini. Sin duda alguna, no soñaba AGUSTÍN con las catedrales románicas o góticas, ni con los palacios renacentistas o barrocos, esas moradas externas de la Iglesia de Cristo que habían de surgir y desaparecer de nuevo, para alegría de muchos ojos y enojo de algunos. Así debe ser nuestra actitud frente a las realidades más profundas de la vida. No vivamos en la loca pretensión de que el barroco vayan a ser el estilo definitivo que desde hasta el fin del mundo haya de determinar la forma y el ceremonial de las Iglesias y de la Iglesia; no vivamos de esta ilusión para no caer en cuidados superfluos si alguna vez llega todo esto a ser destruido. El fundamento de la Iglesia es la roca de PEDRO, que no es ni judía ni griego ni romana ni germánica, ni eslava, sino algo integralmente HUMANO que DIOS creó y sostiene, y que a su vez sostiene todo lo que en ella existe y lo que existirá, aunque sea hindú, chino o africano, dando a cada época el estilo que le conviene, si sus hombres se avienen a ello sin fraude y con buena voluntad.

La Iglesia es “católica”; algo que de modo sensible tal vez no puede ser expresado al mismo tiempo, símil, ni espacial ni temporalmente; por eso se da, de hecho, a lo largo del tiempo y del espacio, pero se da, de hecho se da ineludiblemente. Procuremos en primer lugar con todas nuestras fuerzas desligarnos de nuestras condiciones materiales para lograr la independencia de que goza el espíritu, por su carácter substancial, permanente, frente a la caducidad de este mundo, la caducidad consustancial a este mundo, aun cuando esta liberación sea algo doloroso. ¡Y lo es! Temple cada uno su tendencia al individualismo, solitario, subjetivo, propenso a la desesperación, mediante el pensamiento de nuestra condición comunitaria, nuestra esencia supraindividual, que exige la superación de la subjetividad.

La Iglesia es independiente del espacio y del tiempo, de razas, pueblos y Estados. Este es el primer postulado de nuestras consideraciones, aunque no lo empleamos fanáticamente ni lo situamos en primer plano; pero ahí está, en el trasfondo, inconmovible, más que ningún otro, de los que quizá afectan más de cerca de nuestros intereses cotidianos y nos hacen perder, lamentablemente, la dignidad de la moderación. Solamente en la eternidad misma no necesita lo eternamente nuevo destruir lo eternamente lo antiguo. En el éon en que nosotros vivimos, a lo nuevo hay que hacerle sitio, porque adviene de modo sucesivo, en el tiempo, por destrucción de lo antiguo, y sólo permanece lo eterno de ambos. Todo devenir está unidos a un fenecer, suave expresión vegetal que, ya en el animal puede dar lugar a un placer y a un dolor, y en el hombre, a una exaltación hímnica y a una trágica catástrofe. Así es en este mundo y en este eón, y nosotros queremos decir la verdad, sin retórica, tan claramente como podamos verla y soportarla. Pues ahí reside nuestra fuerza. Que el mundo pasa y perece, no sólo lo enseña él mismo, con espanto de sus hijos, que lo tienen por padre y a menudo ¡ay! Por padrastro; es algo revelado por DIOS, el CREADOR, que es ETERNO.

THEODOR HAECKER, “¿Qué es el hombre?” Ediciones Guadarrama, Madrid, 1961, el original “Was ist del Mensch?” 1949, presentación, traducción y Epílogo del P. ALFONSO LÓPEZ QUINTÁS. p. 33-36.

Editó Gabriel Pautasso
Instituto Eremita Urbanus

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