En cuanto a la proyección pedagógica de la figura de SAN BENITO, debemos afirmar que ha ejercido una influencia decisiva, constante y universal sobre el origen y desarrollo de la cultura monástica del medioevo occidental, conteniendo potenciados en sus textos capitales de tradición benedictina, los dos componentes esenciales de esa cultura: 1) Gramática y 2) Escatología.
La tradición monástica de la Edad Media (siglos V a XV: 10 siglos del 500 a 1500,aproximadamente) en Occidente se instaura fundacionalmente sobre textos que hacen de ella una tradición benedictina en sentido estricto. (Leclerq, Jean: Cultura y Vida Cristina. Ed. Sígueme. Salamanca, 1965, p. 21: importante libro y autor).
Tales son la vida de SAN BENITO en el libro II de los Diálogos de SAN GREGORIO, y la Regla de los Monjes que tradicionalmente se atribuye al santo varón.
Con respeto a la influencia perdurable de SAN BENITO en las orientaciones pedagógicas y culturales, desde el principio de la Vida, SAN GREGORIO nos ha dejado un testimonio interesante, que será frecuentemente invocado por la tradición y le sirve como de símbolo.
Ese texto es aquél en que, en el Prólogo al Libro II de los Diálogos, narra SAN GREGORIO, cómo abandonó el joven BENITO Roma y la escuela, para llevar una vida consagrada a DIOS.
Dice SAN GREGORIO:
“Nacido en la región de Nursia, de buena familia, fue enviado a Roma a cursar los estudios de las ciencias liberales. Pero viendo que muchos se dejaban arrastrar en el sentido por la pendiente de los vicios, retiró el pie, que casi había puesto en el umbral del mundo, por temor a que si llegaba a conseguir un poco de su ciencia, fuese después a caer también él en el fatal precipicio. Despreciando, pues, los estudios literarios, abandonó la casa y los bienes de su padre, y deseando agradar solo a DIOS, BUSCÓ EL HÁBITO DE LA VIDA MONÁSTICA. Retiróse, pues, ignorante a sabiendas y sabiamente indocto”. (Colombas, San Segundo, Cunil: San Benito, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1954, p.159. Clásico en Castellano).
De este relato, se sacan las siguientes conclusiones:
Para comenzar, una conversión de SAN BENITO, que no es menos importante que la de SAN AGUSTÍN DE HIPONA. Análogamente como San Agustín, comenzó SAN BENITO por realizar estudios y después renunció a ello.
En cuanto al contenido curricular de esos estudios, llamados por San Gregorio “los estudios de las ciencias liberales” o también “estudios literarios”, consisten en lo que entonces se enseñaba a los “hombres literarios”, o, como dice San Gregorio, los “liberalia studia”; ESA EXPRESIÓN DESIGNABA PARA LOS JÓVENES ROMANOS DE LA ÉPOCA, la gramática, la retórica, el derecho.
“Comprobamos así, que la vida escolar se perpetuó en Roma hasta mediados del siglo VI: siempre existieron en ella, remunerados por Estado, profesores de gramática, retórica, derecho y medicina; conocemos inclusive el nombre de uno de los últimos titulares de la cátedra de elocuencia inaugurada antaño por QUINTALIANO: un tal FELIX, quien se menciona en el año 543 como autor de la recensión del texto de MARCIANO CAPELLA. Siempre enseñan en salas dispuestas alrededor del foro de Emperador TRAJANO, que también sirven de escenario para las recitaciones públicas, ya que las costumbres literarias de la Roma imperial subsisten durante todo el tiempo que se mantienen sus escuelas” (HENRI-IRENÉE MARROU: Historia de la Educación en la Antigüedad. Eudeba, Buenos Aires, 1965, p. 423: excelente libro y un esclarecido católico francés).
Probablemente estudió la Gramática. De cualquier modo, lo cierto es que pronto, sintiendo rechazo por lo que ve y oye en el ambiente escolar, BENITO lo abandono todo, ya que no se ha podido determinar que haya llegado al estudio del Derecho, pues era un puer, apenas “ha puesto un pie en el umbral del mundo”. Se produce su huída de la escuela, no porque sean deficientes los estudios liberales, propios de los hombres libres – lo que no se dice en el texto citado de SAN GREGORIO – sino porque la vida de estudiante está llena de peligros morales, de ahí conversio morum: la conversión de las costumbres.
En efecto, LA ACTVIDAD INTELECTUAL no fue labor exclusiva ni tan sólo finalidad principal de la vida monástica. La misión esencial del monje era, como dice la regla de SAN BENITO, el SERVICIO DE DIOS (OPUS DEI), la Misa y el rezo en comunidad del OFICIO DIVINO. “Nada – dice el capítulo 33 – debe ser antepuesto al Servicio de Dios”. Maitenes, laudes, prima, tercia, sexta, nona, vísperas y completas…, el ritmo de la vida del monasterio marcó, durante siglos y siglos, la jornada cotidiana de los fieles. Con los monjes compartieron aquéllos el trabajo manual, y de los monjes aprendieron buen número de labores agrícolas y métodos de trabajo las clases rurales.
Todo el resto de la vida de SAN BENITO ESTARÁ ORIENTADA A LA BÚSQUEDA DE DIOS, perseguida en las mejores condiciones para ir a Él, es decir, en el alejamiento de ese mundo peligroso. (Leclerq, J. o. cit. p. 22).
Así pues, encontramos en potencia, en la vida de SAN BENITO, los estudios experimentados, no rechazados ni despreciados o negados, pero sí renunciados, superados en vista del último fin, la instauración del reino de la Iglesia.
Por consiguiente toda la tradición benedictina será, imagen de la vida de la vida de SAN BENITO, “scienter nescia, et sapienter indocta” (ignorante a sabiendas y sabiamente indocto”, recogerá la enseñanza de la docta ignorancia, vivirá en ella y la trasmitirá, la conservará, la mantendrá presente y viva en la actividad educadora de la Iglesia. (Leclercq, J. op. Cit. p. 23).
En cuanto a la Regla de SAN BENITO, debemos afirmar que ésta presupone monjes letrados. Es difícil apreciar lo que debió conocer el autor de la Regla para escribirla.
Se deben distinguir en la Regla los dos elementos constitutivos que aparecen en el itinerario espiritual de SAN BENITO: el conocimiento de las LETRAS y la búsqueda de DIOS.
De allí se concluye que una de las principales ocupaciones del monje es la LECTIO DIVINA, la cual incluye la MEDITACIÓN o meditatio -meditare aut legere-. (Leclerq, J. op. Cit. 24).
Es necesario, por consiguiente, en el monasterio, poseer libros, saber leerlos, saber escribirlos, aprender a hacerlo si se ignora.
SAN BENITO supone la existencia de una biblioteca bastante bien provista, ya que cada uno de sus monjes debe recibir, en Cuaresma, un Codex; todos son invitados, al final de la Regla a leer la Escritura, CASSIANO y SAN BASILEO – fuentes doctrinales de SAN BENITO para la elaboración de su Regla – se ha de poder leer en el refectorio, en el coro, ante los huéspedes. (Leclerc, j. OP. CIT. P. 24).
En virtud de que para poseer libros, es necesario saber escribirlos, normalmente se considera que todos los monjes, salvo excepción, saber escribir.
El abad y el monje cillero deben anotar lo que dan y lo que reciben; se conservan en los archivos documentos escritos.
Se supone que al menos algunos saben confeccionar libros, es decir, copiarlos, encuadernarlos, decorarlos incluso.
Es necesario hacer libros, en primer lugar, para el monasterio. Se recibían libros en donación, pero, por lo general. Se copiaban en el monasterio mismo. También se confirma el hecho de que se copiaban igualmente para el exterior libros que se vendían. De la misma manera, supone SAN BENITO que los monjes no son iletrados ya que sólo algunos se consideraban incapaces de leer y estudiar, pero la totalidad de los monjes, para poder hacer esas lecturas públicas y privadas que la Regla prescribe, debe saber leer y eso presupone una escuela. (Leclerq, J. Op. Cit., p. 25).
Ahora bien, no puede suponerse que el siglo VI entrarán en el monasterio sabiendo las primeras letras; SAN BENITO prescribe “qué se leerá” (legatur ei) la Regla al discípulo, en el caso de que no haya podido leerlas por sí mismo en el momento de su entrada en el Monasterio.
Leer puede, por consiguiente, tener el sentido de “comentar”, es decir, se leerá la Regla, explicándosela, y comentándosela. No se afirma que se le enseñara a leer el período del noviciado.
Pero como hay niños que son ofrecidos el monasterio para quedarse en calidad de monjes, que deberán, por lo tanto, saber leer y escribir un día, debe haber para ellos una escuela, y por lo tanto, también libros y la biblioteca deberá estar compuesta por la Sagrada Escritura y los Santos Padres, a más de obras elementales de Gramática, los libros de DONATO, PRIACINNO, y QUINTIALIANO y algunos escritores clásicos. (Leclerq, J. op. Cit., p. 25.
Además, las tablillas y estiletos de que se trata el Capítulo LV de la Regla, son igualmente material destinado a la escuela como el escriptorum.
Por consiguiente, si es preciso saber leer, es, ante todo, con el objeto de poder dedicarse a la Lectio Divina.
Para comprender el contenido de la Lectio Divina y su principio didáctico se debe considerar, primariamente, el sentido que en SAN BENITO tienen y conservan, a lo largo de toda la Edad Media, las palabras LEGERE y MEDITARI.
El hecho que expresan explicará uno de los temas más características de la literatura monástica medieval, esto es, el aspecto de la reminiscencia.
A propósito de la lectura, se impone una afirmación fundamental: en la Edad Media, como en la Antigüedad greco-latina, se leen normalmente, no como hoy sobre todo con los ojos, en forma visual, sino con los labios, pronunciando lo que se ve, hablándole, y con los oídos, escuchando las palabras que se pronuncian, oyendo tal como se dice, las voces de las páginas.
Se dedica uno a una verdadera lectura acústica -legere significa al propia tiempo audite -.
No se comprende sino lo que se oye, tal como se dice todavía, “entender el latín” (de intendere, “oir” que se conserva sobre todo en francés, “entendre”) por “comprenderlo”.
Sin a dudas a dudas, la lectura silenciosa o en voz baja, no es desconocida, se la designa con expresiones tales como: “tacite legere” o “legere sibi” en SAN BENITO y el “legere in silentio” de SAN AGUSTÍN, en contra posición con la “clara lectio”.
Pero es lo más corriente que, cuando legere y lectio se emplean sin especificación, hacen referencia a una actividad que como la escritura y el canto, ocupan totalmente tanto el cuerpo como el espíritu.
A ciertos enfermos que tenían necesidad de moverse, recetaban los médicos de la Antigüedad la lectura, consideraba como un ejercicio físico en el mismo sentido que el paseo, la carrera o el juego de pelota.
El hecho de que se escribiera a veces en voz alta, dictándose a sí mismo o a un amanuense el texto que se redactaba, explica un buen número de “variantes acústicas” de los manuscritos del Medioevo. (Leclerq, J.: op. Cit. 26).
Son bien conocidas los testimonios de la Antigüedad Clásica, Bíblica y Patrística relativos a la lectura en alta voz.
Tal como lo afirma JACQUES LECLERQ:
“Así, cuando recomienda SAN BENITO, que, en el tiempo que los monjes ‘reposan en el silencio sobre su lecho’, el que quiera leer que lo haga de manera que no moleste a los demás, considera la lectura un peligro para el silencio. Cuando PEDRO EL VENERABLE estaba acatarraba, no sólo no podía tomar la palabra en público sino que no podía hacer ya su lectio; y NICOLÁS DE CLERVAUX constataba que, tras una sangría; no tenía ya fuerzas bastante para leer. Es, pues, seguro que la gesticulación laringeo-bucal no esta disociada del trabajo de los ojos; éste se acompañaba espontáneamente de un movimiento de los labios y la lectio divina se hacía así necesariamente una lectura activa”. (Leclerq, J.: op. Cit., 27).
En cuanto a la significación y trascendencia de la meditatio, este término es importante, ya que la práctica que encierra determinará en gran parte la interpretación y hermenéutica del monasticismo aplicada a la Sagrada Escritura o a los Santos Padres.
Las palabras “meditari” y “meditatio” tienen una significación consistente en una gran riqueza conceptual. En la tradición monástica conservan a la vez los sentidos profanos que tenían en la lengua clásica y los sentidos sacros que tomaron de la Sagrada Escritura. En el lenguaje profano y secular, “meditari” quiere decir, genéricamente, pensar, reflexionar tal como “cogitare” o “considerare”, pero, más que este último, implica con frecuencia una orientación de orden práctico, e incluso de orden moral; se trata de pensar en una cosa con vistas a su posible realización, o de otra manera prepararse a ella; configurarla y prefigurarla en espíritu; desearla, realizarla en cierto modo por adelantado; ejercitarse, en fin, en ella.
Por consiguiente, se aplica el vocablo a los ejercicios corporales y deportivos, a los de la vida militar, al campo escolar, al de Retórica, de la poesía, de la Música, a la práctica, por último, de la moral.
Ejercitarse así en una cosa, pensándola, es fijarla en la memoria, es aprenderla. Todos estos matices se encuentran en el lenguaje de los cristianos, pero entre ellos se emplea, por lo ordinario, la palabra a propósito de un texto –la realidad que designa se ejerce sobre un texto– y ese texto es el texto por excelencia, el que se denomina, por antonomasia, la Sagrada Escritura, es decir, la Biblia y su comentario.
Es a través de las antiguas versiones de la Vulgata, por donde se introduce la palabra meditari en el vocabulario cristiano y especialmente, en la tradición monástica.
Traduce, por lo general, la palabra hebrea haga, que quiere decir, fundamentalmente, aprenderse de memoria la Thora y las palabras de los Sabios, pronunciándolas generalmente en voz baja, recitándoselas a sí mismo, como murmurándolas. Es lo que nosotros llamamos “aprenderse de memoria”, que debiera decirse más propiamente, según los antiguos más sabios que nosotros, aprenderse de boca, ya que ésta es la que “medita la sabiduría”: Es JUSTI MEDITABITUR SAPIENTIAM.
Es pronunciar las palabras sagradas, para grabárselas en la memoria, por medio de un murmullo interior básicamente espiritual. Por lo tanto, lectura acústica, ejercicio de la memoria y reflexión a que aquella antecede. (Leclerq J. : op. Cit. p. 23).
Decíamos ayer… este trabajo de investigación, se programó en 1979, terminándose el 21 de marzo de 1980, como un homenaje filial, en la festividad del Santo Abad, que celebra la Iglesia Universal, al cumplirse el MD aniversario del glorioso natalicio del Patriarca de los Monjes de Occidente, a quien veneramos como el PEDAGOGO DE OCCIDENTE.
Decimos hoy… ¡SANCTE BENEDICTUS LAUS TIBI!
Editó Gabriel Pautasso
Instituto Eremita Urbanus
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