miércoles, 3 de diciembre de 2008

Historia benedictina y tradición monástica


REGLA

Prólogo


Escucha, Hijo mío, los preceptos del Maestro, Y ABRE LOS OÍDOS DE TU CORAZÓN. Recibe complacido la enseñanza de tan buen padre y ponla en práctica, a fin de volver a aquel de quien te había alejado la maldad de la desobediencia. A TI SE DIRIGE MI PALABRA; a ti, seas quien fueres, que renuncias a tu voluntad propia y empuñas las fuertes y nobles armas de la obediencia para combatir bajo el estandarte de CRISTO, nuestro verdadero Rey.

Ante todo pídele, con muy insistente plegaria, que lleve a buen fe todo bien que emprendas, de modo que, después de haberse dignado en el número de sus hijos, no tenga motivos, un día, para afligirse por nuestra mala conducta.

SAN BENITO no llama a sus discípulos para realizar una tarea señalada previamente. Se dirige, en el prólogo de su Regla, a todos cuantos quieren, como él, agradar solo a DIOS y buscan servirle verdaderamente (Cf., capítulo 1º). Se nos dirá: ¿en qué se diferencia ese programa de la vida más simple y universalmente cristiana? En nada, es cierto. Importa comprender este punto antes de hacer las distinciones necesarias. Un monje es, en primer término, un hombre que ha hacerlo todo. Algunas tareas parecen poco indicadas, y la tradición monástica se ha preguntado con frecuencia sobre lo que convendría hacer y lo que no; pero, realmente, en el curso de la historia, se ha visto a los monjes podían servir para todas las cosas en la Iglesia: sucesivamente, y según sus necesidades, han sido roturadores, agentes de comercio, hombres de industria…Han construido millares de iglesias, abierto caminos, tendiendo puentes, fundados ferias y mercados. Han sido apósteles – convirtiendo a buena parte de Europa -, luego pastores de almas y también maestros de escuela, humanistas a los que debemos la transmisión de la cultura antigua, teólogos, exégetas, canonistas, historiadores, matemáticas y médicos; en algunas ocasiones, inclusive, han desempañado el papel de superdiplomáticos, conciliadores en los Estados o entre el Papa y el emperador, artesanos incansables de la unidad en una cristiandad que no estaba menos dividida que el mundo de hoy.

BENITO ENSEÑA A DOS MONJES CÓMO DEBEN CONSTRUIR SU MONASTERIO.

Tanto se ha repetido todo esto, que algunas expresiones hacen ya el efecto de clisés: “los monjes roturadores” o “los sabios benedictinos”. Pero no se ha señalado suficientemente que esos hombres han sido capaces de realizar, mejor o peor, dichas tareas solo en la medida en que su vocación no los sujetaba a una obra determinada que hubiera sido exclusiva de los otros. Pudieron hacer de todo eso porque no se consideraban llamados especialmente para ninguna de tales cosas.
Repitámoslo: solo se entra en un monasterio para encontrar allí más plenamente a DIOS.
Pero como DIOS puede hallarse por doquiera y en todo, ninguna actividad está excluida en la vida de los monjes, desde el momento que puede conciliarse, de una parte, con las exigencias más generales de la vocación religiosa; y, de otra parte, corresponder a la voluntad más particular de DIOS sobre cada alma (es decir, a lo llamaríamos el destino de cada uno, en el sentido cristiano de esa palabra). Sea la que fuere, su tarea le parece siempre ocasional; es un medio entre una infinidad de otros; pero también es el medio entre una infinidad de otros; pero también es el buen medio, puesto que le ha sido dado para unirse a DIOS y cooperar a la obra a la obra de la Creación o de la Redención. Llegado el momento, cambiará, pues, de ocupación sin mirar atrás – al menos siempre que se conduzca realmente como un monje -, demostrando así que permanece libre con respecto a lo que no es nunca más que una “ocupación”, ya que el fin de su vida reside siempre más allá, en DIOS.

SAN BENITO vivió, por el contrario, en un tiempo en que la civilización romana perdía sus últimas posibilidades; el monasterio por él fundado se adaptaba espontáneamente a ese estado de cosas, muy diferente, que constituye el interregno de un mundo en ruinas a un mundo que va a construirse. No nos imaginamos, a SAN BENITO dedicado a sabias investigaciones sobre la filosofía de la historia y redactando su Regla en previsión del porvenir. Es clarísimo que el Hombre de DIOS solo piensa en organizar la vida en organizar monástica en el interior del pequeño mundo que es una abadía, sin preocuparse expresamente de Roma, ni de los bárbaros-germánicos, ni, menos aún, de la Edad Media…Buscaría más eludir hasta el pretexto de relaciones demasiado frecuentes entre ese pequeño mundo y el mundo grande donde de tan fácilmente se aprende olvidar a DIOS. Por eso, al llegar al final de su primera redacción de la Regla, inmediatamente antes de los capítulos adicionales, más tardíos, escribe: El monasterio debe, en lo posible, estar dispuesto de manera que se halle en él todo lo necesario, es decir, agua, un molino, un jardín y talleres para que se puedan practicar los diversos oficios en el interior de la clausura. De ese modo, los monjes no tendrán necesidad de diseminarse por el exterior, lo que no es, en modo alguno, conveniente para sus almas (Regla 66).

Editó Gabriel Pautasso
Instituto Eremita Urbanus

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