Los Derechos del Hombre con que se nos machacan los oídos desde hace dos siglos y que encuentran turiferarios incluso entre aquellos que más han sufrido por parte de los Estados fundados en su proclamación, no son nada más que la Revolución permanente y universal.
Por Marcel de Corte (*)
Es algo evidente. El espectáculo del mundo actual, que en todas partes apela a esos famosos derechos que unos niegan a los otros, es lo bastante elocuente a este respecto. A pesar del optimismo bufón de los intelectuales que los propagan (y que viven de ellos como parásitos), sin exceptuar a los clérigos de la Iglesia, la cada vez más viva presión de esos Derechos del Hombre está rompiendo en el interior de cada país los últimos restos del orden social que se le habían resistido, y desencadenando innumerables matanzas en el planeta. No nos dejemos engañar por la pretendida defensa de los Derechos del Hombre que nos propone el “liberalismo” contra el “totalitarismo”. El “liberalismo”, lejos de vacunar el espíritu contra la tentación totalitaria, le trasmite el virus de la enfermedad hasta lo más profundo, aunque la inmensa mayoría de los hombres ya no se da cuenta de que su proliferación engendra la anarquía y de que, siendo insostenible la anarquía, el totalitarismo estatal se constituye en el punto final de la experiencia. Los países comunistas son prueba de ello: han pasado del “liberalismo” a la anarquía para concluir en el “totalitarismo” y, bien aceptan verbalmente los Derechos del Hombre, es para presentarse, ante quienes serán sus inevitables víctimas, como salvadores del orden; pero de un orden mecánico que presupone la desaparición de toda vida social real. El sucedáneo, el producto artificial sustitutivo, habrá eliminado definitivamente a la realidad viva.
Esta evidencia, como por lo demás todas las evidencias, necesita en cierta medida ser demostrada para uso de todos aquellos a quienes la evolución del derecho en la época moderna, que va desde lo objetivo y lo real a lo subjetivo y lo imaginario, todavía no ha cegado completamente. No será fácil. El hombre moderno ya no sabe que el derecho es lo justo: jus est quod iustum est; para él, el derecho es lo que él desea, lo que él quiere, lo que él exige en su favor o a favor del grupo del que forma parte y que multiplica sus reivindicaciones individuales. Sólo quienes escapen a ese subjetivismo mediante un esfuerzo de la inteligencia sobrevivirán al inmenso naufragio de la humanidad que se prepara “en la alegría y en la esperanza”, como profetizaron a voz en grito los autores de la constitución Gaudium et Spes en el Concilio Vaticano II, con una incurable ceguera.
He aquí el sencillísimo secreto de los “Derechos del Hombre” y de la “eminente dignidad de la persona humana” que se encuentran en el erige de la Revolución permanente de la cual la humanidad corre el riesgo de morir. Se descubre ante nuestros ojos, desde el siglo XVI, en la Reforma que rompe la unidad de la Iglesia y erige a cada individuo en intérprete subjetivo de realidades sobrenaturales. Se precisa con el antropocentrismo del Renacimiento y su constitución, redactada por PICO DE LA MIRÁNDOLA en su discurso sobre la dignidad del hombre, en donde el humanista atribuye a Dios un propósito inequívoco, en seguida adoptado por las élites de entonces: la naturaleza de todas las cosas reside y se encierra en el interior de leyes prescritas por mí; tú (es decir, el hombre), no constreñido por ninguna necesidad (desembarazado al fin de la naturaleza, que obliga a perseguir el bien común objetivo), tú decidirás por ti mismo sobre tu propia naturaleza de acuerdo con el libre arbitrio que se te ha ofrecido, y en cuyas manos te he dejado,
LA “DISOCIEDAD” DE LOS DERECHOS HUMANOS
¿Puede imaginarse un subjetivismo más radical, más cínico, más despreocupado de las limitaciones que impone al hombre su finalidad social real, más antinatural, más arbitrario? La regla suprema del bien común desaparece en beneficio de la regla suprema de la libertad. Ya no hay derecho objetivo. Solo existen los derechos subjetivos del hombre, cuya buena nueva expandirá la Revolución Francesa por todo el universo. Comienza la era del liberalismo, que concluye con el socialismo y con el comunismo del cual MARX nos predice “que hará imposible todo lo que existe fuera del individuo”. La sociedad, más bien la disociedad que se establece, o bien que intenta encarnizadamente establecerse bajo nuestros ojos, la disociedad permisiva, es lisa y llanamente la sociedad de personas que constituye la Iglesia Católica, pero desinfectada de lo sobrenatural odioso (que trascendía con todo su poder a los individuos), hasta el punto de introducir, en el corazón mismo de su inmanencia respectiva, una sociedad de personas secularizada, laicizada, cuyo Reino es finalmente de este mundo y donde las personas disfrutan de la plenitud de sus derechos subjetivos. La Iglesia, último dique protector de la naturaleza social del hombre, acaba de dejarse invadir por esta concepción delirante del derecho, con JUAN XXIII, PABLO VI y el VATICANO II. El fermento divino, una vez
Esterilizado, en cierta medida se ha convertido en un veneno.
Porque una sociedad de personas convertidas en incomunicables a causa de su desnaturalización, es evidentemente la cuadratura del círculo. El golpe brutal de los Derechos del Hombre, es decir, de los derechos subjetivos de la persona humana, causa su demolición en la medida en que intenta realizarse en los hechos. No hay más que un Estado sin sociedad, un Estado que, no siendo ya guardián y garante del bien común volatilizado, tiene por tarea procurar a los individuos y a las coaliciones de individuos todos los bienes particulares que exijan, con una vehemencia crecida por la desaparición de los últimos restos de la sociedad tradicional. El Estado tuvo en tiempos una función precisa que le limitaba: asegurar el bien común, la unión, la paz entre los ciudadanos. Hoy ya no hay ciudadanos, ya no hay más que persona con reivindicaciones infinitas, puesto que los bienes particulares de cada cual y de todos ven crecer su número sin límite a medida que son satisfechos. Siempre se quiere más. Nadie dice nunca: ya es bastante. Para saciar sus apetitos devoradores, el Estado extiende desmedidamente su poder. En el límite, se introduce hasta el seno mismo de las conciencias. Es el Estado, convertido en maestro y detentador de la omnipotencia, en el lugar de DIOS.
Es vano oponer a este Estado los Derechos del Hombre, porque precisamente esos Derechos del Hombre han contribuido a crearlo. ¿Cómo se puede ser tan cándido
Y simple en este punto? Los Derechos del Hombre acarrean la Revolución Permanente de la persona contra la Sociedad tradicional, con el fin de sustituirla por una “sociedad” compuesta únicamente por personas. Es una tarea sobrehumana. Para realizarla, para dibujar en la existencia la cuadratura del círculo, hace falta un medio extraordinariamente poderoso. El Estado, medio entre los medios, técnico en todas las técnicas, (me refiero al Estado moderno), es quien se presta para ello. Todos quieren apoderarse de él para satisfacer sus derechos. Este Estado moderno, nacido de los Derechos del Hombre y de la destrucción del bien común que éstos realizan, no estando ya encerrado en los límites de las leyes divinas y humanas, ese Estado sin sociedad y sin DIOS, poder sobre todos los poderes, fascina literalmente a los lobos de dientes largos, a los astutos felinos, a los violentos carnívoros, a los carroñeros, a los puercos, a las aves de presa, a las urracas, etc…en que infaliblemente se convierten los hombres cuando dejan de vivir en una verdadera sociedad. La lucha por la posesión de ese Poder inédito en la historia es una lucha sin piedad. Del “arte divino” que era para nuestros padres, la política se ha convertido en una técnica demoníaca simple, de incomparable eficacia, cuyos procedimientos se llevan a cabo una y otra vez sin que repugnen jamás a los animales temerosos y dóciles que vagan por la selva social: el cebo de sus derechos va seguido inmediatamente de la jungla, de la cárcel, del Gulag.
Para escapar a la disociedad liberal y permisiva cuyos granos de polvo son arrastrados por todos los vientos, (incluido el recio PAMPERO), se hieren unos a otros, se separan, se dispersan y se reúnen para recomenzar de nuevo; para no caer en la trampa de la disociedad monolítica cuyos granos de arena son amalgamados en el hormigón del “centralismo democrático” comunista, no hay más salida que las microsociedades que surgen de la Ciudad y de la Iglesia. Su articulación llevará tiempo, largo tiempo. Armémonos y armemos a nuestros hijos y nietos con una paciencia y una perseverancia impávidas.
(*) Universidad de Lieja (Bélgica)
LAUS DEO VIRGINIQUE MATRI
Editó Gabriel Pautasso
Diario Pampero nº 83 Cordubensis. 24 de agosto de Penthecostés del Año del Señor DE 2008.
Sopla el Pampero. ¡VIVA LA PATRIA!
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