La esencia misma de toda sociedad secreta es constituir una fuerza por medio de la cohesión que establece entre un cierto número de iniciados superiores e ilusos cuidadosamente escogidos.
Editó: Lic. Gabriel Pautasso
Es claro que esta fuerza es limitada cuando actúa en un Estado en el que existen otras fuerzas capaces a oponerse a la realización de sus designios.
Por el contrario, la sociedad secreta se convierte en absolutamente preponderante y puede imponer su voluntad con toda comodidad cuando opera en una comunidad desorganizada y en la que no exista ninguna fuerza capaz de hacerle contrapeso y resistirle.
Toda sociedad secreta está, por lo tanto, obligada a volverse tarde o temprano un agente de desorganización social porque, para imponer su voluntad – y es la razón misma de su existencia – necesita apartar aquello que la obstaculiza, los grandes encuadramientos sociales y las fuerzas sociales, para no dejar en su lugar más que individuos aislados a los que su debilidad libra sin defensa a la tiranía de los amos ocultos de las sociedades que se han apoderado del monopolio del poder.
Para adquirir ese monopolio del poder, las sociedades secretas no sólo no deben propagar hacía su exterior el individualismo, destruir la familia, impulsar la inmoralidad, debilitar las jerarquías, voltear tronos, volver a los gobiernos inestables, abatir las aristocracias, fomentar la lucha de clases, desarrollar en las masas y en las élites, el gusto por el lujo y el gasto, y arruinar a los ciudadanos a quienes una fortuna grande o mediana pudiera asegurar la independencia frente a las fuerzas ocultas.
Para que la sociedad secreta pueda seguramente dominar al Estado, le es preciso aún destruir o dominar esas fuerzas sociales superiores que son las religiones.
Dejar en pie e independiente a una religión sería para la sociedad secreta correr el riesgo de ver formarse en torno a esa religión un grupo de fieles que, por su cohesión natural y su alto valor moral, sería susceptible de constituir una fuerza capaz de contrabalancear la de esa sociedad. En consecuencia, aún cuando en sus origines hubiera sido creada bajo la apariencia de defender una religión y aunque pretendiera estar sometida a una iglesia, toda sociedad secreta debe fatalmente llegar a combatir a todas las religiones, sin excepción, incluso aquella que pretendía defender.
Actualmente, el asalto de las distintas sociedades secretas aparece dirigido únicamente contra las religiones cristianas y en primer lugar contra la Iglesia Católica. El turno a las otras religiones llegará, puesto que la sociedad secreta no puede soportar frente suyo más que a individuos aislados que no tengan entre ellos ningún vínculo que no esté dominado por ella misma.
Para destruir una iglesia, las sociedades secretas pueden actuar de dos maneras: pueden destruirla por medio de un ataque directo y arrancándole sus fieles por una propaganda netamente antirreligiosa, o bien, introduciendo en el interior de la iglesia que se quiere arruinar, agentes con la misión de apoderarse de su dirección dejando subsistir su antigua apariencia exterior, de tal forma que esta iglesia, minada internamente, llegue con el tiempo a volverse una sucursal de la sociedad secreta enemiga.
Frecuentemente los dos modos de ataque se emplean simultáneamente. El ataque directo es efectuado en nombre de la libertad de pensamiento, de la ciencia y del progreso. El ataque oculto se realiza bajo el pretexto de “reforma”, de retorno a la pureza de la religión primitiva o de adaptación a las necesidades del siglo. Ataque infinitamente más peligroso que el ataque directo, el ataque oculto es desgraciadamente bastante fácil de llevar a cabo.
Introducir agentes de una sociedad secreta enemiga en el interior de una Iglesia cristiana es una tarea de lo más fácil, ya que las confesiones cristianas están – a la inversa del brahamanismo o del culto japonés de los antepasados – ampliamente abiertos a todos cualquiera sea la raza (y los antecedentes) del prosélito que se presente.
Un negro, sectario del vudú, un asiático adorador del espíritu del mal, un chino budista, un judío talmudista o cabalista, un masón notorio, se presentan, se les recibe con alegría desde el momento en el cual el postulante realiza un acto exterior de fe. Ciertamente, la mayoría de esos prosélitos son convertidos sinceros. Pero, entre ese número, las sociedades secretas pueden cómodamente, y no se privan de hacerlo, deslizar agentes encargados de ejecutar una siniestra tarea. Para un cristiano, realizar tal acto es un espantoso sacrilegio, pero para quien no cree y es enemigo de la religión, ese acto aparece como un simple ardid de combate.
Una vez establecido en su puesto, el agente de una sociedad secreta actuará como actúa todo agente de una sociedad secreta que ha logrado introducirse entre el adversario. Para llegar a sus fines y cumplir su misión, ese agente enemigo se someterá a todas las disciplinas, profesará todas las doctrinas que se le pida y edificará a los fieles por la apariencia mentida de su celo piadoso. Para él, la máxima sutileza será tomar la apariencia de un escritor católico, de un defensor de la fe, u obligarse a actuar la comedia de convertirse en sacerdote de la religión que detesta. Por etapas, el trabajo subterráneo se cumplirá. Los agentes enemigos podrán penetrar unos tras otros. Poco a poco, sin que se le sospeche, se formará en el interior de la Iglesia Católica y de las iglesias protestantes, toda una red de agentes enemigos, sacerdotes y laicos que, formando un grupo compacto, impulsarán a algunos de entre ellos a llegar a la más altas dignidades y a los puestos que constituyen de algún modo, las palancas de mando. Tal es el plan diabólico que han diseñado ya hace mucho tiempo las sociedades secretas.
Cuando los agentes de las sociedades secretas enemigas hayan adquirido suficiente poder, la batalla tomará una nueva forma. Sacando partido de la autoridad que resulta de las posesiones logradas por algunos conspiradores, se comenzará a hacer públicas “ideas nuevas” cuyos efectos disolventes habrán sido con anterioridad cuidadosamente estudiados en las asambleas de las sociedades secretas. La historia proveerá, si es preciso, más de un ejemplo de esas infiltraciones disolventes. Entonces, muchas buenas personas se dejarán engañar y “muy inocentemente” colaborarán con los agentes de las sociedades secretas enemigas de su Iglesia.
Cubiertos por la buena fe y la honorabilidad de esos desdichados ilusos, los agentes de las sociedades secretas operarán con toda seguridad. Apartarán o abatirán a los hombres de fe cuya clarividencia e independencia de espíritu obstaculizarían la realización de los planes de la sociedad secreta. Por maquiavélicas que pueden parecer tales maniobras, sin embargo suceden en realidad.
En las sociedades modernas, democráticas e individualistas a ultranza, en las que la cohesión no existe más que en forma de un sindicalismo fácilmente penetrable por las sociedades secretas, éstas no ocultan su voluntad de destruir las religiones cristianas, y, en primer lugar, la religión católica.
Los ataques directos son confesos. Hasta se los hace un timbre de honor. ¿No será una finta, ya que las sociedades secretas tienen infinitamente más que ganar con la domesticación de las iglesias que con su destrucción?
En lugar de concentrar toda su atención sobre los ataques directos más ruidosos que verdaderamente peligrosos, los hombres de fe harían bien en desconfiar de los sutiles ataques indirectos susceptibles de ser ejecutados ocultamente por esos agentes de las sociedades secretas a los que una máscara religiosa había permitido introducirse entre los verdaderos cristianos, con el fin de engañarlos y conducirlos hacia una vía que los lleva a su dominación por las “fuerzas ocultas”.
Ya se ven en los Estados Unidos a pastores protestantes que `profesan doctrinas bolcheviques y, entre nosotros, a personajes que se dicen católicos, no retroceder frente a extraños compromisos con agitadores demagogos. ¿No es tiempo, y más que tiempo, de desconfiar de las infiltraciones de las sociedades secretas entre los cristianos, y protegerse de los peligros que resultarían de esas infiltraciones si la maniobra tuviera éxito?
*A.S. DU MESNIL – THORET
Intéret Français, 25 de octubre de 1928 (¡a ochenta y dos años!).
(Cit. por Auguste Cavalier, Les Rouges Chrétiens, Paris, 1929). Trad. JORGE KERAMÁS*. Revista Hostería Volante, órgano del pensar Americano para una cultura humanística y política, AMERICANA. Nº 47, La Plata, febrero de 1997. p. 23, 24 y 32)
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